Nunca he sido muy fan del concepto “clase media”. Siempre me ha parecido un camelo. La quintaesencia de la falsa conciencia. No me importa la rima. Todo el mundo era clase media: clase media-alta, clase media-baja, clase media-media. Todos nos sentíamos muy iguales. La crisis está sirviendo para que afloren las diferencias que tan ocultas estaban. Pero hoy no me voy a dedicar a desmontar el mito de la clase media. Tampoco tendría sentido: tiendo a pensar que existe todo aquello a lo que ponemos nombre. Y que si nos sentimos algo, en cierto modo llegamos a convertirnos en ello. Además, gente mucho más cualificada que yo ha llegado incluso a analizar cómo se comportan, de qué pie cojean ideológicamente… E incluso he encontrado argumentos para defender el importantísimo cometido que tienen por delante.
De todas maneras, ahora las cosas están comenzando a cambiar y las encuestas están revelando que la gente está dejando de considerarse clase media. Ése es el mantra: el peor defecto de esta crisis es que está acabando con las clases medias. Nos importan un bledo los pobres de siempre, aquéllos a los que el sistema ha excluido toda la vida.
Pero queríamos seguir hablando de las clases medias. ¿Qué harán ahora que dejan de serlo?, ¿cómo reaccionarán quienes están perdiendo ese preciado status?
José Félix Tezanos (sé que hablamos mucho de él, pero es que en su asignatura, de la que nos acabamos de examinar el grueso de la bibliografía lleva su nombre en la portada y en las últimas semanas casi no hemos podido leer otra cosa), en su libro La sociedad dividida tiene un apartado en el que habla de las orientaciones políticas de las clases medias en el que hace referencia a las diversas teorías respecto a su comportamiento.
¿Cómo son las clases medias? ¿Autoritarias? ¿Moderadas? ¿Revolucionarias? ¿Pasotas?
Según Trotsky, Gramsci y los neomarxistas de la Escuela de Francfort, las clases medias tienen una tendencia natural al autoritarismo. Para ellos, el fascismo es un fenómeno típico con el que responden cuando tienen miedo a perder su status.
Pero hay otros autores que ensalzan a las clases medias porque las creen el sector más educado y más ilustrado de la sociedad. Son los grupos que llevan por bandera valores como la tolerancia, el equilibrio, la moderación… De ahí el vínculo que muchos establecen entre la solidez de una democracia y la existencia de unas numerosas clases medias. Una idea tan vieja como Aristóteles.
Un tercer grupo de estudiosos, los más optimistas, ven un significativo potencial progresista en estos sectores sociales. Incluso hablan de un nuevo radicalismo de clase media. Frank Parkin, en un libro titulado precisamente así, El radicalismo de la clase media, citado por Tezanos, explica cómo, sobre todo la más cualificada, puede desarrollar esa “enfermedad” izquierdista derivada de la situación precaria a la que la condena un determinado orden económico y laboral, el actual: obtiene trabajos por debajo de su nivel educativo que conllevan un nivel de vida que no responde a sus expectativas ni a su origen social. Inconsistencias de status cada vez más frecuentes en España, pero que, según Parkin, pueden llegar a tener un final feliz.
Por último, autores como Wright Mills dicen que las clases medias no tienen una personalidad o una tendencia política muy definida. En realidad, son muy manipulables: “A corto plazo seguirán los caminos del prestigio; a la larga perseguirán los del poder. Entre tanto, en el mercado político de la sociedad norteamericana, las nuevas clases medias están a la venta”, escribe en ‘Las clases medias en Norteamérica’.
La revolución de la fuerza de trabajo educada
Quiero creer que Parkin llegará a tener razón. Afortunadamente, he encontrado más argumentos a favor de esa visión en Sociología industrial, de Rafael López Pintor. Es un manual de Sociología, sí. Parece un rollo. Pero su lectura es apasionante en muchos de sus capítulos. Por ejemplo, en el que voy a reseñar porque alimenta la tesis del carácter revolucionario que pueden adoptar las clases medias en un contexto que se parece mucho al actual.
El análisis parte de algo que puede sonar antiguo, pero nunca ha perdido vigencia. Marx es cierto que se equivocó en su previsión de que todos los trabajadores acabarían proletarizándose: lo que ocurrió fue que se aburguesaron. Porque, si lo pensamos bien, en realidad, las clases medias están formadas por trabajadores por cuenta ajena. Hay quien dice que los empleados de cuello blanco se separaron del resto del proletariado por el artificio y los intereses de la burguesía: divide y vencerás.
Marx se equivocó, pero sólo en el timing. A la larga parece que está acertando. Sus mayores detractores están favoreciendo que sus pronósticos se hagan realidad. Ahora todos nos estamos precarizando. Incluso los ingenieros tienen trabajos basura. El gobernador del Banco de España, Luis Linde, y Esperanza Aguirre quieren que sus sueldos estén por debajo del salario mínimo interprofesional. O que trabajen gratis para la Administración. El sociólogo estadounidense Thorstein Veblen, de influencia marxista, ya hablaba del potencial revolucionario de los ingenieros. Con estas ideas y estas nuevas prácticas en el mercado laboral (en realidad son viejas: estamos volviendo al siglo XIX), la potencia se acabará convirtiendo en acto.
En lugar de una nueva clase media está naciendo una nueva clase obrera. Cuando las cosas van bien, la situación de los ingenieros (pongan aquí la titulación que quieran), dice Serge Mallet, es próxima a la de los capitalistas, puesto que su nivel de vida está ligado a las ganancias de productividad. Pero cuando la situación económica se tuerce, como ahora, dejan de considerarse una aristocracia en el escalafón laboral y pueden comenzar a tomar conciencia de los intereses que les unen con los obreros de toda la vida.
André Gorz, un pensador que acabamos de conocer, explica: “Los técnicos, los ingenieros, los estudiantes, los investigadores descubren que son recipientes de un salario igual que los demás, que son remunerados por una cantidad de trabajo que sólo es bueno en la medida en que origina beneficios a corto plazo. Descubren que la investigación a largo plazo, el trabajo creativo sobre problemas originales y el amor al trabajo son incompatibles con los criterios del beneficio capitalista…, entonces se hace evidente que la lucha por una vida con sentido es la lucha contra el poder del capital”. Estamos ante la revolución de la fuerza de trabajo educada, en palabras de Herbert Gintis.
Vanas esperanzas
Objetivamente, la situación de las clases medias se deteriora. Pero López Pintor reconoce que no sabemos casi nada de los cambios que se están produciendo en su mentalidad, ni tampoco cómo éstos se van a trasladar al sistema político. En definitiva, volviendo a Tezanos, no sabemos si van a tirar por el fascismo, por el pasotismo, por la moderación o por la revolución. Los más optimistas decían, allá por el siglo XIX, que los obreros, como llegarían a ser mayoría en la sociedad, una vez aprobado el sufragio universal, lo tendrían todo hecho.
De todas maneras, no sé cómo podemos caer en la tentación de tener esperanza en que surja un nuevo sujeto revolucionario que ponga en marcha los cambios que necesitamos. O, al menos, que frene esta deriva destructiva de la solidaridad y la redistribución en que hasta hace poco parecían basarse nuestras sociedades. Los tradicionales defensores de los trabajadores nos han propinado una gran decepción estos días al firmar su autorización al recorte del sistema público de pensiones y nos estamos pensando dejar de pagar la cuota sindical. Pero siempre nos quedará la Organización Internacional del Trabajo. O actos de justicia poética, como el premio que esta semana ha recibido la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.