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De animales y hombres: El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel


 

Bestiario

 

“Los vínculos entre los animales y los seres humanos pueden ser tan complejos como aquellos que nos unen a la gente”. El comienzo de “Felina”, tercero de los cinco relatos que integran El matrimonio de los peces rojos, resume el tema de un libro –provisionalmente titulado, apoyándose en la tradición que iría de Plinio el Viejo a Joan Perucho, Historias naturales–, que recrea las confluencias que se establecen entre los mundos animal y humano dentro de un ámbito doméstico que se ve apremiado más o menos abiertamente por la irrupción de lo fantástico.

 

Peces, cucarachas, gatos, hongos y hasta una víbora –habitantes, como se advierte, de la oscuridad– le brindan, de este modo, a los cinco narradores-protagonistas del libro ganador del III Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero,  auspiciado por la editorial Páginas de Espuma, la ocasión de establecer una serie de correspondencias entre las propias circunstancias personales que les afligen (y que tienen que ver con situaciones como la crisis de pareja, la maternidad, el adulterio, la adolescencia o las pasiones frustradas de la madurez) y ese mundo próximo y a la vez subterráneo en el que habitan esos seres a su modo extraordinarios que constituyen el reflejo del humano espectador, quien pese a ser el animal dotado de razón, se nos presenta casi todo el tiempo como un ente, este sí, verdaderamente  extravagante en el solar de su rutinario desconcierto.

 

Y es que muy pronto, a través del juego metafórico que Guadalupe Nettel establece entre los animales y los personajes –así, unos peces beta, incapaces de convivir sin lastimarse, muestran la relación de un matrimonio en crisis; o una gata que acaba de parir se erige en símbolo de la maternidad aceptada– salta a la vista que en el bestiario que la autora expone a la mirada del lector, la anomalía está del lado de un ser humano antojadizo, vulnerable, que se nos revela incapaz de aceptar con la madurez que se le presupone los momentos capitales de su existencia.

 

Cómo la presencia de los animales suple las necesidades de afecto de los protagonistas, de qué forma su turbadora irrupción, su amenazadora vigilia, llega a explicitar los pasiones, defectos y carencias de los personajes, constituye, junto a la creación de atmósferas que van de lo fabulesco a lo onírico, dejando penetrar el misterio de lo insondable en lo cotidiano, parte de lo más destacado de un volumen que a lo largo de sus 120 páginas contiene también fragmentos de delicada prosa y que posee la virtud de mantener en cada una de las piezas que lo componen una lograda tensión interna.

 

La escritora mexicana, autora de otros tres libros de cuentos (Juegos de artificioLes Jours fossilesPétalos y otras historias incómodas), así como de dos novelas (El huésped y El cuerpo en que nací), reconoce en este trabajo su deuda con escritores del subsuelo, como Kafka o Baudelaire, aunque resulte más evidente la presencia, junto a Monterroso o Borges del inevitable Cortázar, cuyo “Axolotl” inunda “El matrimonio de los peces rojos” y al que intuimos también en “Guerra en los basureros” a la luz (“a lo de Funes a pasar el verano”) de su inmenso “Bestiario”.

 

Afirmar que Nettel sale mal parada en comparación con el maestro argentino, a quien se recuerda ahora por el quincuagésimo aniversario de la publicación de Rayuela, no sería decir gran cosa pues muy pocos aguantarían el envite, pero resulta evidente que dista mucho de alcanzar su magisterio en el ámbito de lo extraño. Nettel es más realista, resultando al tiempo menos verosímil, lo que suele ser una mala combinación. Y a su español, además de resultar de una improbable neutralidad, le falta en ocasiones brillo siendo con frecuencia más monocorde que exacto, más desabrido que austero. Ni una deliberada voluntad de estilo, ni la supuesta presión globalizadora que empujaría hacia la homogeneización del idioma, ni la pertenencia a un común estrato social de la mayoría de los personajes, puede justificar el que narradores y personajes en general utilicen tan parejo registro idiomático. No se trata, pues, de que le falte color local –algún “ándale” furtivo es todo lo que a este respecto podemos rascar– sino de que es inconcebible que una vieja sirvienta mexicana y un dramaturgo chino emigrado, pese a que el diálogo desempeñe casi siempre un papel subsidiario, utilicen frases de más de tres palabras que puedan resultar perfectamente intercambiables.

 

Estilísticamente, supone un desafío al decoro que alguien que le ha puesto a un pez el nombre de un personaje de Goncharov se exprese con la siguiente candidez:  “No sé si fueron las hormonas. Las mujeres embarazadas suelen ponerse mal por nimiedades. Lo cierto es que, en menos de cinco minutos, sentí cómo mi vida se cubría de nubes oscuras y amenazadoras.” Y esta falta de coherencia interna, que no sería una tara reseñable si no afectara precisamente a aquellas circunstancias que se pretenden plausibles, no es inusual. Así, después de dar a luz, la joven madre del primer relato escucha casualmente a unos enfermeros comentar: “El parto de la pequeña Chaix estuvo bien pero hay que ver lo tensos que estaban sus padres. Sólo de estar con ellos, todos acabamos exhaustos”. Todo tan normal, discreto y parisién que no es de extrañar que la extenuada mujer, más allá de amonestarlos interiormente por “su falta de tacto”, termine diciéndose a sí misma: “después de todo, quizás no les faltaba razón”. Un pelín forzado. En ocasiones, estos desequilibrios emergen del propio “idiolecto” de los protagonistas, como cuando el narrador del segundo cuento, “Guerra en los basureros” –interesante alegoría de la sociedad estamental mexicana–, un biólogo con diez años de experiencia, llega a mimetizarse con el niño que fue y cuya experiencia con las cucarachas rememora, para hablarnos con acento infantil de su tendencia a buscar instintivamente los márgenes y la soledad: “Aunque no sabría explicar exactamente por qué, he llegado a pensar que se trata de un hábito relacionado con mi naturaleza profunda”. Bien pensado.

 

Las metáforas animales, en este sentido, resultando uno de los grandes hallazgos del libro, amén del eje vertebrador, son desarrolladas con frecuencia de una forma demasiado explícita, más deslumbradas que alumbradas, lo que contrasta con el hecho de que se nos presenten como verdaderas revelaciones trascendentales: “En general se aprende mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver”. ¿Quién en sus cabales podría verlo de otra forma? O en otro momento: “Una de esas madrugadas en que bajé a la cocina con la intención de servirme un vaso de leche, descubrí una cucaracha enorme, color marrón muy oscuro, detenida junto a la alacena. Me pareció aquel insecto me miraba y en sus ojos reconocí la misma sorpresa y desconfianza que yo sentía por él”. Ni siquiera, aceptando que es el descubrimiento de un adolescente atribulado, ni siquiera dando por bueno el tributo al autor de La metamorfosis, este choque existencialista podría provocar más que un gesto de amable condescendencia.

 

Rige, pues, a la largo de la obra cierto principio de la obviedad. Un simbolismo naíf, vagamente animista, que extiende la antedicha percepción de que los animales poseen una natural y ancestral sabiduría, mientras que los humanos somos unos incapaces que sólo aprendemos, cuando lo hacemos, a base de errores y sufrimiento. Los primeros incluso, como alguno de los personajes, dándose de bruces contra la moderna neurobiología, tendrían la capacidad de decidir, una especie de esotérico libre albedrío, mientras que nosotros somos superados una y otra vez por los acontecimientos, por una realidad que se nos impone, que nos zarandea y golpea hasta que un animalito nos mira a los ojos y nos revela nuestra inanidad: ¿lo ves, idiota, como eres tonto?

 

Y si bien el retrato de la fragilidad, de la angustia que atenaza a unos personajes atrapados entre la realidad y el deseo, desamparados, puede llegar a producirnos una natural y reconocible empatía, es precisamente la necesidad de mostrar la estrecha similitud, que roza la identidad plena (“yo también era un animal”) entre los diferentes reinos, ese imperativo del cristal, más que del espejo, que se impone la autora, lo que provoca –pese al carácter unificador que le confiere tal artificio al conjunto– que en aras de la simetría argumentativa se resienta el interés del lector conforme va avanzando en la contrapuntística descripción de las desventuras de los protagonistas a la hora de afrontar su propio itinerario vital.

 

El clima de la obra, tal vez por mostrarnos las disquisiciones de hombres y mujeres, sobre todo mujeres, de clase media urbana (profesionales de éxito, artistas, investigadores, maridos que se van de after dejando a sus esposas al cuidado de su bebé enfermo…) es el propio de algunas películas francesas contemporáneas (y, por lo tanto, desposeído del humor y del sano cinismo que le habría imprimido el mejor Woody Allen), aunque extendido sobre una saludable ambientación más cercana a la sensibilidad asiática que a la estética de lo real-maravilloso. El elemento oriental está muy presente, más allá (aunque refuerzan la unidad de sentido del que participa la obra) de que el protagonista del último cuento, quien presenta sobre su escritorio sendas ediciones del Tao y del Libro de las transformaciones, sea chino –“Bonsái», incluido en Pétalos, estaba ambientado en Japón– o del origen de los propios peces rojos del primer relato, probablemente el mejor, que intitulan la obra. Algunas estampas poseen la capacidad de evocación, la plasticidad, incluso el singular tremendismo que la mentalidad occidental ha absorbido, en ocasiones filtrada por la voz de autores “mestizos” como Murakami, del imaginario forjado en aquel sistema de coordenadas culturales. Sin embargo, como en ocasiones también sucede en la obra de destacados artistas asiáticos, adolece por momentos de una recomendable falta de contención y toda la capacidad de sugerir que tal o cual metáfora encierra, aunque no dudo que haya quien pueda solazarse con estas intensas digresiones, termina siendo violentada por el afán glosador de los personajes, bajo los que subyace indudablemente, yo diría que incluso indisimuladamente en una escritora tan proclive al memorialismo, la propia voz de quien, acaso temiendo la extrañeza que pudiera invadir a sus lectores, muestra una obstinada voluntad de despejar de obstáculos el camino.

 

Afortunadamente, pese a la amenaza de morir por falta de oxígeno, los animalitos pergeñados por Nettel lo soportan todo y el libro no pierde su capacidad de producir sorpresa y asombro y, cuando se lleva como en “Hongos”, penúltimo de los relatos, a medio camino también entre el cuento largo y la nouvelle, al límite de la patología –que invade el propio cuerpo de la violinista  que sublima el proceso de identificación con esos diminutos seres parasitarios, esos inquietantes y repulsivos “huéspedes” que son los hongos: que la resignada amante cultiva amorosamente en torno a su sexo– el resultado puede llegar a ser verdaderamente perturbador. Entre la genialidad y el disparate, el drama y lo grotesco, lo fantástico, lo surreal y lo psiquiátrico, este relato posee momentos de gran lirismo y hondura (“Dicen que para el cerebro el olor de la humedad y el de la depresión son muy semejantes”) así como una extraña capacidad de seducir y repeler al lector, sin contar, por supuesto, con una encomiable disposición de asumir riesgos desbordando el esquema clásico sobre el que se cimentan las ficciones.

 

Melancólico, y, por momentos, opresivo, excesivo y a su modo vitalista, El matrimonio de los peces rojos, elegido entre casi un millar de obras por un jurado presidido por Enrique Vila-Matas como el mejor de los trabajos presentados al concurso mejor dotado de cuentos en español, dista de ser una obra redonda, pero se lee con una mezcla de interés, curiosidad y simpatía y, de hecho, repasando el contenido de esta reseña tengo la impresión de que en una primera lectura me gustó más de lo que mis palabras, nacidas de una mirada más paciente y severa, traslucen.  

 

Es más, les he dado a leer algunos párrafos a mis tres perros y tengo la impresión, por cómo movían el rabo, de que no les ha defraudado en absoluto.

 

 El matrimonio de los peces rojos

 

FICHA DEL LIBRO

El matrimonio de los peces rojos.

Guadalupe Nettel.

Páginas de espuma.

Formato: 24×15 cm.

128 páginas.

PVP: 14€.

Fecha de publicación: abril de 2013.

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