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Mientras tantoDe mi Diario: Semana 27 / 2013

De mi Diario: Semana 27 / 2013


 

He podido comprobar, por las preguntas que me llegan vía email, que son pocos los lectores de este diario que se dan cuenta de que está sembrado de hipervínculos que amplían o ejempllifican lo dicho en el texto. Me cuesta harto trabajo buscar los correspondientes enlaces e implementarlos. No me dejen la impresión de que aro en el mar. Vale, y gracias.

 

Weiß/Colonia, 30.6.

Vamos a almorzar a La Modicana, con Ulli & Carlitos. La signora Giuseppina, en vista de que Ulli y Diny encargan un postre, quiere saber si también queremos Carlitos y yo. Le decimos que no, y ella me pregunta con cara de absoluta inocencia: «¿Y si fuera un  helado de marisco?» Me parece que, como diría la Nena, «estoy más visto que las películas de Fu Manchú».

 

De la mano de Johanna Schopenhauer y el relato de su viaje por Inglaterra y Escocia, en la pg. 160 llego a Brighton (y me entero por ella de que el lugar originalmente se llamó Brighthelmstone) y pienso en Bárbara, que está allá au pair, por dos años. Reflexiono en el paso del tiempo si se lo mide a través de terceras personas. Cuando a mis 28 años conocí a Pepa, la madre de Bárbara, estaba ella recién saliendo de la pubertad y entrando en la edad de ennoviar, y efectivamente ennovió poco después. Ahora, Bárbara está de au pair en Brighton y el reloj de arena sigue dejando hijueputamente abierto su puñito para que el tiempo se le escurra entre los dedos.

 

Me manda Preto desde Lisboa un excelente pps dedicado a Torga, del que espigo dos frases. Una dedicada a su esposa, la belga valona Andrée Crabée: «Voy a intentar ser un buen marido, cumplidor. Pero quiero que sepas, cuando aún es tiempo, que en todas las circunstancias te cambio por un verso». Y otra, casi más conmovedora todavía: «Murió Fernando Pessoa. Nomás terminar de leer la noticia, cerré la consulta y me escapé a los montes de acá cerca. Fui a llorar con los pinos y las rocas la muerte de nuestro mayor poeta de hoy, que Portugal vio pasar en un cajón hacia la eternidad, sin ni siquiera preguntar quién fue».

 

Beek de Montferland, 1°.7.

Por la mañana, todavía en Colonia, repasando mi diario en Fronterad, me vi obligado a cambiar una hora imposible, las 13:15 pm, que evidentemente sólo eran las 11 y ¼ de la noche. Pero es que, además, un poco antes de salir para la estación me llegó un email de Óscar llamándome la atención acerca de una movida mal anotada en la partida de ajedrez a ciegas que juegan Hélène y el Dr. Kröger al despedirse; y en efecto la cuarta jugada de las negras no puede ser Aa4 jaque sino Ah4 jaque. Lo curioso es que ni Fernando ni Carlitos, que estudiaron la partida conmigo (y Fernando incluso la identificó como una de Short versus Piket), me lo hayan advertido. Creo que se debe a que ellos leen con unos ojos distintos de los nuestros y se dieron cuenta de que Aa4 jaque era un movimiento imposible, ergo: mal anotado. Ergo: peccata minuta!

 

Viaje tan aburrido como siempre en ese tren lechero entre Colonia y Emmerich, adonde ya no se puede llegar más en Intercitys. En estos últimos quince años me acostumbré tanto a viajar nada más que en trenes de alta velocidad (Thalys a París, AVE y Talgo en España, ICC dentro de Alemania y a Ámsterdam), que los pocos viajes a Beek, siempre vía Emmerich, se me hacen inacabables. La Eternidad debe ser algo parecido a ellos, aunque todavía más aburrida. En el fondo, Dios me da pena. Pobrecito.

 

Marcel, Monique y Selma tienen que levantarse a las 3 am, quieren salir a las 4 para llegar a Innsbruck alrededor de las 4 pm, dormir allá y seguir el miércoles camino de Trento, donde se les unirá Jiska y pasarán juntos dos semanas a la orilla del lago de Garda. Así pues, encargan comida en el restaurante chino de un pueblo cercano, Marcel y Selma van a buscarla y regresan con tal carga que se diría que acabamos de sobrevivir a una huelga de hambre y nos queremos desquitar. «Lo mínimo que aceptan es un encargo para dos personas, y la porción mínima para dos personas es esto», arguye Marcel. Comen rápido –sobra comida como para un batallón de infantería después de llevar a cabo unas maniobras extenuantes– y se van a dormir temprano.

 

Beek de Montferland, 2.7.

Ni Diny ni yo logramos conciliar el sueño antes de las 5 am, una hora después de que se hayan marchado Marcel & Co. En mi caso se juntaron el hecho de que me fui a dormir alrededor de las 11 pm de ayer (cuatro horas antes de lo habitual en mí) y el extrañar la cama, a la que me costará habituarme al menos un par de noches. Ricardito, animal de costumbres.

 

Dedico el día a la lectura de la policial que comencé ayer en el tren. Aunque escrita por un inglés, es una policial islandesa. Quentin Bates fue a trabajar por un año a Islandia y se quedó diez, se casó con una islandesa, fundó una familia, y ahora refleja de una manera muy precisa, en esta novela, Frozen Out, la sociedad de aquel país en el momento en que se les vino encima la crisis que lo dejó con los calzoncillos bajos ante la sociedad internacional. En el relato se intercalan numerosas citas de un escandaloso blog anónimo que es un poco el Deus ex machina de la acción, al provocar acciones de represalia por parte de los políticos afectados. Aunque sus revelaciones no los afectan sólo a ellos. En el lenguaje desvergonzado característico de ese blog dicen cosas de este porte: «Las estrellas pop tienen que aparentar como si fuesen millonarias, pero la operación cosmética de nuestra sacrosanta voz cantante nacional [¿Björk?] debe haber sido una oferta baratieri, porque parece como si le hubieran cortado el trasero y se lo hubiesen implantado en la pechuga. A pesar de todo, nos gusta». Y este breve diálogo que me encanta, entre Gunna, la protagonista del relato, sargento de la policía a cargo del puesto en un pueblito pesquero al norte de Reykiavik, y su hija teenager, Laufey. Al ver que cuelga el teléfono con un golpe seco y mandando al diablo al Chief Inspector, Laufey le pregunta: «¿Todo bajo control, mamá?» «Sí. Hay que saber nada más que una sola cosa para salir adelante en la vida, cariño». «¿Y qué es?» «Que la mayoría de tus superiores jerárquicos son idiotas».

 

Nos visitan Bernadet y Frans. Los Hansen son de tal manera endogámicos que estoy seguro de que no pasaremos un solo día sin que nos visiten uno o dos de ellos, con sus respetivas parejas. Cuatro (Thea, Harry, Jos, Marcel) viven aquí en el mismo Beek, el pueblo matriz de la familia. Otros cuatro (Miny, Riet, Bernadet, Theo) en unos pueblitos a menos de ½ hora: Doetinchem, Terborg, Zeddam, Stokkum. Todos ellos, pues, a mitad de camino entre los dos restantes, que son Willy en Ámsterdam y Diny en Colonia, por lo que siempre he dicho que Willy y nosotros somos algo así como el paréntesis que encierra a la familia.

 

Beek de Montferland, 3.7.

Desde ayer por la mañana he sentado mis reales en la habitación de Selma, entre el dormitorio principal y la habitación de Jiska. La mesa está directamente junto a la ventana, por lo que debo escribir con las cortinas corridas; entra luz de sobra, pero así no me deslumbra. Las condiciones lumínicas de esta casa siempre han sido pésimas, no sé cómo pueden vivir con tan escasa luz eléctrica de calidad. Porque luz eléctrica chatarra, en forma de foquitos maricas empotrados en los cielorrasos, de esa hay de sobra. Sólo que para leer o escribir son tan inútiles como buscar una aguja en un pajar con ayuda de un cerdo especializado en husmear trufas.

 

Vinieron a almorzar tres de las hermanas de Diny (Miny, Rit, Thea) y María, la prima hermana viuda que de niña se crió con ellas y es como si fuese una séptima hermana. Diny estuvo ayer en la cocina guisando una sopa de tomate con tropezones según la receta de la inolvidable Annie, y me invitó a compartir el almuerzo con ellas. Pero cuando bajo a las 12 del mediodía están las cinco dale que dale a la conversación, sentadas cómodamente a la gran mesa del comedor y con sendas copas de rosado que parece estar diciendo “Bebedme”. Así que como hoy es miércoles, el día fijo que pasa por Beek el chiringuito ambulante del pescado, me voy allá para organizar unas tapas comilfó. El puesto también fijo del chiringuito está a menos de un minuto a pie de esta casa, en la placita de la calle paralela, entre la iglesia, el supermercado y el campo de minigolf. Me toca hacer cola porque los neerlandeses son bastante ictiófagos y en Beek esta es la única posibilidad de acceder al pescado fresco en toda la semana. Finalmente compro tres generosas raciones; una  de gambas con gabardina, otra de mejillones rebozados y una tercera de “kibbelingen”, lo que en Andalucía llamarían “pescaíto frito”. Como aperitivo antes de la sopa de tomate, y regadas con un buen rosado frío, qué delicia. Mis cuñadas saben hacerle los debidos honores, sólo Diny (la única no ictiofága de la familia) pasa como en el póker. Pero yo la represento de lo más plenipotenciario y a conciencia.

 

Comienzo a leer una policial española traducida al alemán, Historia de Dios en una esquina, de Francisco González Ledesma. La metí en la mochila “apropósitamente”, como hubiera dicho el finado Roque Guillermet. Y no me arrepiento. La traducción es buenísima, tan buena que me hace reír (FGL posee un sentido de humor muy desarrollado) igual que si la estuviese leyendo en el original. Lo que dudo es si el lector alemán puede sacarle tanto partido a la lectura como yo, por ej. cuando el comisario Méndez contesta a la pregunta de su informante, quien observa cómo ha reaccionado al darle cuenta del informe forense sobre el cadáver de la niña degollada: «Claro que estoy a favor de la pena de muerte. Con el garrote vil, en un viernes de Cuaresma y ejecutada por un verdugo de Albacete». Pero luego, cuando se entera de que la niña no había sido violada, añade: «Eso quizás le evite al asesino el verdugo de Albacete. En tal caso ya me bastaría con que fuese uno de Sevilla». Es humor negro à la Buñuel, de la mejor estirpe.

 

Beek de Montferland, 4.7.

Me estoy tomando en serio lo de descansar. Despacho nada más que correos colectivos y algún que otro individual que exige respuesta inmediata, y me paso el día entero leyendo. La policial de González Ledesma me atrapó, más por el lado del lenguaje y el humor que por la trama. Lo que sigue sin entrarme en la cabeza es que los lectores alemanes puedan sacarle el mismo jugo que yo a frases como «Cualquiera que haya viajado en un tren, aunque sólo sea a Calatayud, sabe lo que es un guardaespaldas», o cuando el comisario Méndez habla de sus 5.000 libros, todos ellos almacenados en la pensión donde vive, y que amenazan con invadirla, «tanto que la patrona ya está harta de que lleguen hasta la cocina y alguna vez resulten de ello “calamares à la Vargas Llosa”». Otras son más asequibles, siquiera sea por lo universal de la referencia: el vino; «Ya casi no existen vinos del Priorato. La gente abandona las tierras altas, se muda a la orilla del mar, y cultiva malvasía y vinos así, para pichas flojas. Todo lo que lleva la etiqueta Priorato es una estafa, la vendimia no alcanza más que para dos botellas, una para el viñatero y otra para el cardenal arzobispo de Tarragona», o bien, páginas más allá: «Albariño ya no queda más en Galicia. Es como con el Priorato. Tampoco aquí alcanza la vendimia más que para dos botellas, una para el cardenal arzobispo de Santiago de Compostela y otra para el idiota que jala del botafumeiro, hasta el viñatero se queda sin probarlo».

 

Gracias al buen tiempo, paso mucho tiempo leyendo en el jardín, y sobre todo a las horas del crepúsculo es un lujo el concierto de los pájaros que acuden al cerezo añoso, cargado de fruta, que los alimenta y se dijera que los inspirase. Si me acompañara Messiaen, me enseñaría sus nombres. Yo sólo identifico a los mirlos y a los estorninos, que son los que más abandonan el árbol para venir a pasearse por el césped del jardín y picotear acá y allá, desvergonzadamente indiferentes a mi interés. Experimento lo que Valle−Inclán llamaba «la vergüenza zoológica».

 

Beek de Montferland, 5.7.

La campana de la iglesia, dando las horas completas y las ½ horas, termina por convertirse en una especie de metrónomo de nuestras vidas.

 

Hoy ha decidido Diny no cocinar y que vayamos a comprarnos el condumio en el chiringuito de comida basura enfrente de la oficina postal, junto al campo de minigolf. Reconocemos una vez más nuestra devoción por la comida basura neerlandesa, tan distinta de la del resto de Europa, que está prácticamente homologada y sólo asimiló la pizza y el kebap, donde lo hizo. No, la de los Países Bajos es autóctona hasta cuando adoptó platos extranjeros, es una delicia volver a mirar la carta del chiringuito ofreciendo sus variedades de fricandel, viandel, kroket [=croquetas: simples, borgoñonas, de gulash, con saté], el sjaslik [=pincho moruno balcánico o húngaro] junto a la loempia [=empanada indonesia], y unas pommes frites que poco tienen que envidiar a la indudable obra maestra de la gastronomía belga. Miro el óvalo de esmalte donde reza el lema del chiringuito, parafraseando el popular proverbio acerca del hablar y del callar: «Cocer es plata, freír es oro», y me siento con ganas de escribir un impromptu como aquellos intermedios líricos que don Pío Baroja se sacaba a veces de la manga en sus novelas:


Elogio de la comida basura en los Países Bajos


¡Chiringuitos, chiringuitos de las tierras de Flandes y Brabante, de Limburgo y Zelanda, con su olor a fritanga y a especias de Insulindia! ¡Con sus amas de casa orondas y culonas que después de mandarse a bodega un arenque de palangre, se ponen en cueros y posan para Rubens! ¡Con sus pilotos fluviales que huelen a esclusas y al Padre Rhin, y otros al Mosa, y otros al Escalda! ¡Con su Jacques Brel cantando en flamenco “Le plat pays” desde el dique de la Kapellekensbaan en Ter−Muren! ¡Chiringuitos, chiringuitos de Flandes y Brabante, de Limburgo y Zelanda, cuánto os añoro en las tierras tudescas, al pasar ante un aséptico puesto de salchichas al vapor!

 

Se me ocurrió un tuit: «Una hazaña histórica no menor, de Nelson Mandela, es la de convertirse, en vida, en un mandala». Veremos a qué “cuenta nodriza” se lo afrijolo.

 

Beek de Montferland, 6.7.

Comencé a leer en paralelo una policial de Camilleri sin Montalbano, La rizzagliata [La muerte de Amalia Sacerdote] –que me trae a la memoria, en otras coordenadas, La guerra de Galio–, y  La emoción de las cosas, el libro de Ángeles. Dios mío, qué envidia me da leer la prosa de mi Ángeles querida. Y qué gusto. Porque el primer texto de su libro es uno que conozco desde que lo publicó (hasta me parece recordar que ya me lo pasó cuando todavía estaba sin publicar) y me vuelve a conmover como si no lo hubiese leído nunca. Ese es el IVA de una buena prosa.

 

***********FIN***********

 

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