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Mientras tantoSobremesa dominicana

Sobremesa dominicana


 

Un grupo de dominicanos se sienta alrededor de la mesa, comen y hacen sobremesa. Carlos es el ejemplo que viene a cuenta: cuando era soltero ganaba mucho dinero y al casarse no tenía ni un peso. Ahora que su esposa lo ha puesto en vereda, ha conseguido que lo revaloren en su puesto, con mejor sueldo, y está juntando dinero para una casa y su primer hijo. “Los solteros nunca pueden ahorrar nada”, dice José.

 

La discusión me hace pensar en ciertas páginas de Saúl Bellow, en las que el dinero es el personaje que mueve la trama: Seize the Day es –casi todo el libro– sobre la posición social; es común la figura del padrino millonario que le facilita la vida al protagonista en algunos de sus mejores cuentos sobre la adolescencia en Chicago; pienso en el hermano inescrupuloso que ha hecho mucha plata para escapar del gueto y quiere ayudar a su hermano, el artista Augie March; y por supuesto en el cornudo Herzog, que se la pasa escribiendo cartas a quienes lo acompañaron mientras tenía prestigio y dinero, y a quienes odia porque lo abandonaron en la ruina). Philip Roth también dedica largos pasajes de sus novelas al dinero: pienso en las descripciones de cómo se ganaba la vida el carnicero kosher de Indignation, o las disyuntivas de abandonar el barrio judío para conseguir un mejor trabajo entre los cristianos hostiles en The Plot Against America. Por otro lado, en los ambientes que recorren los protagonistas de la mayoría de novelas latinoamericanas, el dinero tiende a ocupar un lugar secundario: puede ser un acto de supervivencia, como en los trabajos del periodista Varguitas para mantener a la tía Julia; o es una pesada carga familiar, como en el mundo de sirvientas y aristócratas del Julius de Bryce. En Estados Unidos, donde el dinero ya está, la sociedad tiende a preguntarte si lo quieres o no, y en qué lo usarás. En esta sobremesa dominicana hay una clave de esta sociedad: trabajamos mucho, ganamos más que antes y el resto del tiempo nos obsesionamos en cómo gastarlo.

 

“Pero depende” dice Rafael. Un soltero puede tener cierta visión, cierta educación para el ahorro, que le permite pensar en las cosas que necesita hacer en el futuro, en los gastos indispensables y en los innecesarios. No es tan loco para botar todo el dinero de la semana–los 1000 dólares que ganaba Carlos, entre su cheque y las propinas– en un fin de semana en los clubs.

 

“Cuando yo era soltero no podía ahorrar nada” dice Francisco. Todos saben que la plata se le iba en la morena dominicana que lo volvió loco –que lo dejó por un viejo con un Mercedes convertible blanco que la recogía ni bien salía de su trabajo de mesera– y que lo poco que gana se lo quita el estado en el child support de las dos niñas que tiene con dos dominicanas distintas. “¿Cuánto haces tú a la semana?” insiste Rafael, para quien todo el problema es de conocimiento, de voluntad, de decisión de ahorrar. El hecho de ser soltero y no tener mayores gastos obligatorios –sin casa, sin hijos– puede ser una ventaja para empezar a juntar dinero, si es que uno se niega a gastarlo, como lo hacía Carlos, semana a semana, en invitar a la banda de vagos que se le pegaban como chicle apenas caía el sol el día viernes.

 

Juan Carlos, que abrió una bodega en Brooklyn apenas juntó un dinero, y la perdió por no ser ordenado en el pago de los impuestos, por no llevar las cuentas claras y por tener demasiada confianza en los amigos, está convencido de que cuando uno se casa, si elige a la esposa correcta, uno mismo se ordena, empieza a pensar, se olvida de gastar en barbaridades. “Pero ojo: se gasta más cuando uno está casado”. Sólo que el dinero está ahí, se usa en objetos que se pueden ver, en útiles para la vida conyugal y la familia. “No en juergas y en despilfarros con los panas”, dice él. Juan Carlos apunta el caso de Ramón, quien ha juntado dinero sin estar casado y se ha regresado a Santo Domingo a casarse y a poner un negocio. Trabajaba recogiendo las pelotas de lunes a domingo, todo el verano, en el campo de golf. Con el dinero se compraba autos usados que revendía, a veces con márgenes pequeños, y en otras ocasiones con ganancias considerables.

 

El dinero, aún me dicta las reglas que tenía en Lima cuando trabajaba en tres lugares distintos porque quería viajar a Europa y llevar una vida independiente: el suficiente para que no tengas que pensar en él. Trato de no pensar en él, de que esté en el banco para que se paguen las cuentas solas. De soltero, viviendo entre Westchester y Nueva York, sé que se iba en pagar mis estudios, en esas cuotas que me daba la universidad para cancelar mis clases del semestre. Allí se fueron esas propinas generosas que ganaba levantándome en Brooklyn en la madrugada para viajar tres horas en buses, en trenes y en taxi hasta el club de golf; esos fines de semana que dormía en sofás de otros para entrar a trabajar a las 6. Nunca me obsesionaron las modas, me gastaba el resto del dinero en comer bien y en viajar. Ahorraba poco. Ya casado, aprendí a elaborar presupuestos y a tener dinero para el rubro de “imprevistos”. Se gasta más, sin embargo, de alguna manera alcanza para todo. Aún viajo, tengo un seguro que cubre mis percances –debería, por lo menos– y tiempo libre para escribir. No me sobra, sin embargo trato siempre de no pensar en él.

 

Es posible, la mayor parte de las veces.

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