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Mientras tantoLos problemas del mal

Los problemas del mal


 

 

Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.

Leon Tolstoi, Después del baile

 


Es la fotografía de un padre con su hija. Los dos son guapos. Ella, una niña pequeña, mira risueña a la cámara y él, de medio perfil, tiene la mirada perdida en el horizonte. Es una fotografía en blanco y negro que es, a su vez, la portada de un libro que he visto cientos de veces. Un libro al que –por alguna extraña razón- nunca llegué a darle la vuelta y del que, por tanto, nunca leí la contraportada. Me gustaban aquel padre y aquella hija. Se les veía felices, sobre todo a esa niña que miraba a la cámara sin miedo. Como no suelo leer los periódicos y soy mala para recordar las caras, ignoraba que aquel hombre apuesto, de expresión casi dulce, era un sanguinario criminal de guerra, uno de los mayores carniceros de la guerra de Bosnia. Sí: me equivoqué con el padre. Pero no con la hija, porque la expresión de la niña es de felicidad: es la niña que adora al padre, la que quiere ser como él. Esas cosas se notan, incluso en las fotografías. Ella, pequeña y vivaracha, es Anna Mladic. Él, no es ningún actor, tampoco un intelectual, ni siquiera un atleta guapetón. Él es Ratko Mladic. Militar, asesino y tantas cosas más. Pero también es el padre de la niña risueña.

 

Me imagino que Clara Usón, cuando escogió la portada de su libro La hija del este, sabía perfectamente lo que se hacía. Uno nunca diría que aquel hombre que abraza a su pequeña es uno de los mayores criminales de guerra. En este libro –maravilloso, impecable, ese libro que querríamos haber escrito muchos de nosotros- uno tiene la sensación de estar entendiendo por fin la historia. En primer lugar, la historia del desmembramiento de Yugoslavia, en segundo, lo podrido del nacionalismo mal entendido y en tercer lugar, lo frágil de los límites que dividen a los héroes de los asesinos. A medio camino entre el ensayo y la ficción, el libro narra por un lado, la historia de los hombres y mujeres que llevaron a la catástrofe a algunos de los países que integraban la antigua Yugoslavia; gentuza –con perdón- como Slobodan Milosevic, Radovan Karadzic, Biljana Plavsic o Ratko Mladic. El otro hilo narrativo es la historia de Anna Mladic, una jovencita inteligente, la mejor alumna de su promoción de Medicina de Belgrado, cuyo objetivo en la vida es ayudar y curar; ser útil a su país. No es más que una chica buena y sencilla que ha tenido a un padre ejemplar del que se siente orgullosa.

 

El problema del mal consiste en ser capaces de entender que a veces contiene en sí retazos de bien. No todo es blanco o negro, ya me lo decía siempre mi madre, pero a mí eso es algo que me costó entender. De niños a todos nos dijeron que el demonio era malo porque siempre era malo y todo lo que hacía era ruin, cruel y premeditado. ¿Podríamos haber entendido que el demonio a veces se portara bien, tuviera hijos y los quisiera más que a nada? No, no podríamos. El mal es un misterio insondable. Que un hombre bese a su mujer, prepare el desayuno a sus hijos y le haga una trenza en el pelo a su hija mayor antes de salir de casa directo a cargarse a miles de personas, repugna cualquier tipo de lógica.

 

De niña, cuando supe lo que había sucedido en la Segunda Guerra Mundial y quién era aquel hombre del bigote que odiaba a los judíos, una de las cosas que más me costó entender era que Adolf Hitler tuviera una compañera llamada Eva Braun. ¿Era su novia, la quería? –pensaba- ¿no estaba reñido eso con la eliminación sistemática de un pueblo? Eran preguntas infantiles, ingenuas. Lo peor es que me las sigo haciendo y que sospecho que nunca me dejaré de hacer.

 

En Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt acuñó un término que me fascina: la banalidad del mal. Cuando Adolf Eichmann fue juzgado por el genocidio de que había formado parte, no hubo rasgos en él que apuntaran a que fuera un monstruo. No era más que un burócrata que hizo lo que hizo con celo y eficiencia para cumplir órdenes y hacer bien su trabajo. Hizo el mal como podía –probablemente- haber hecho el bien. La tortura, la ejecución de seres humanos o la práctica de actos «malvados» no fueron considerados a partir de sus efectos o de su resultado final sino como parte de un trabajo.

 

No creo que pueda decirse que el Ratko Mladic fuera un burócrata que cumplía órdenes. Creo, aunque no me corresponda a mí juzgar, que él si sabía lo que estaba haciendo. Clara Usón realiza un retrato magnífico de un visionario y un loco, de un hombre familiar y cariñoso que era a su vez el más sanguinario y fanático criminal. La escritora lo cuenta a la perfección: eran dos hombres en uno. Durante veintitrés años, su hija solo conoció a un hombre bueno y cariñoso. Cuando descubrió la otra parte dejó de ser la niña de la fotografía. Ya no sonrió más y se pegó un tiro con la pistola favorita de su padre. No dejó notas ni porqués. Pero creo que no pudo soportar la visión de su padre y héroe carcomido por un mal que escapaba a la razón.

 

Supongo que crecer es ir abandonando certezas que hemos adquirido de niños y una de esas certezas corresponde a la pregunta de quiénes son nuestros padres. Oscar Wilde dijo que de pequeños los hijos quieren a sus padres, de mayores los juzgan y rara vez los perdonan. Sin embargo, Anna Mladic no juzgó a su padre y tampoco sabemos si lo habría perdonado. Podemos pensar que tal vez se suicidara porque no podía cargar con tanto dolor, también porque no quería ser la hija de un criminal. Incluso pensar, a modo de venganza, que quiso castigar a su padre con la pérdida de su hija querida para que enloqueciera. Ya nunca lo sabremos. Pero sigo mirando a la niña de la fotografía y me detengo en esos ojos que miran tranquilos y confiados a la vida y no puedo evitar pensar que en la vida a menudo pagan los que menos culpa tienen.

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