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Mientras tantoComo si África fuera lo que nosotros queremos que sea

Como si África fuera lo que nosotros queremos que sea


 

 

Nada que ver con la herrumbre del pensamiento. Nada que ver con los sueños aplicados con un mechero a una superficie plateada mientras la modorra nos vuela la cabeza y el deseo. Nada que ver con las aventuras amartilladas en tardes de verano interminable, cuando insistíamos en nuestra inocencia porque todavía no nos habíamos hecho responsables de casi nada (en todo caso, una máquina de escribir averiada, que encerramos en un armario y rezamos y rezamos y rezamos para descubrir al cabo del tiempo que Dios no había atendido nuestras plegarias e íbamos que tener que decirle a nuestro padre que la culpa era nuestra, y fue lo más fácil), cuando hasta la piel de las primas y de las vecinas no era más que una arcilla fresca cubierta de pelusilla que podíamos soplar pero no besar.

 

 

No salimos en estampida en su búsqueda. ¿Era peligroso? No menos que asomarse a las ventanillas de los viejos convoyes que hacían la ruta entre nuestra infancia y el porvenir, entre la casa familiar y la noche de las mujeres desconocidas, el fuego del hogar y las calles de las tiendas oscuras. Añoro África no como el buen salvaje ni como el periodista adicto a la heroína de las noticias, a la adrenalina del sentido de la vida basado en el sufrimiento de los otros, la novedad, la escritura premiosa, los paisajes, los deseos que forman parte de nuestra primera lectura irracional del mundo, el intento de comprender por qué nos emocionan los agapantos, por qué nos excita el mar, qué dicen esos ojos de un azul umbrío, esos labios que hablan la lengua sorda de los países que hemos consumido como aventureros de la letra, no de la existencia. Se preguntaba Rosa Chacel en Astillas por la belleza de las palabras, y decía: «Es muy difícil, y sumamente conveniente, de entrada, especificar qué género de belleza buscamos en nuestras palabras. Yo creo que conviene examinar las grandes palabras cuyo sentido reverenciamos sin detenernos a escucharlas, casi sin oírlas, y considerar su timbre personal».

 

África. Todo se desmorona. Ese el título de la novela con la que Chinua Achebe nos interpelaba, y nos sigue interpelando desde donde se halle ahora. Las palabras, raramente, permanecen a nuestro lado. Pueden desatar un incendio. Pueden servir para que esta tarde de verano en que alguien se puede sentir abatido hasta la náusea se salve al abrir ese libro, o cualquier otro que hemos rescatado de la resaca, de la desesperación, de la incapacidad de decir: nunca, deseo, futuro, conmiseración, literatura, sinrazón, miedo, atracción, leyes, muerte, orígenes, belleza, palabras… ¿Qué?

 

No salimos corriendo a preguntarle al muchacho quién era, de qué huia, dónde había nacido, qué esperaba del porvenir, si era beninés o togolés, si su padre era pescador, qué pescaba, en qué lengua hablaba con los peces, con las estrellas, con el fuego.

 

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