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Mientras tantoLo que decimos cuando decimos 'te quiero'

Lo que decimos cuando decimos ‘te quiero’


 

 

 

“Nos amamos, eso es cierto, signifique lo que signifique, pero no nos amamos bien; para algunos es talento, para otros solo una adicción”

Margaret Atwood, La tumba del famoso poeta

 

Irina y Lawrence son una pareja como todas las demás: con sus más y sus menos. Son americanos pero viven en Londres. Él es un intelectual experto en relaciones internacionales y ella una ilustradora de libros infantiles. Desde hace años, cada seis de julio cenan –en lo que ya se ha convertido en tradición- con Ramsey Acton, un popular jugador de snooker que es amigo de la pareja. Pero justo ese año Lawrence está fuera y le pide a Irina que cene con Ramsey porque después de su divorcio está atravesando una mala época. Y ella accede. Nada hay de malo en cenar con un viejo amigo que pasa por un momento difícil, ¿no? Y no, no hay nada malo en ello. Solo es una cena en un japonés caro con un amigo. Sin embargo, después de esa cena, después del cumpleaños, el mundo da un vuelco.

 

Por eso, el fascinante libro de Lionel Shriver se llama El mundo después del cumpleaños, porque a veces una cena inocente es un punto y aparte, una señal de peligro escrita con alarmantes letras rojas. Un “no entrar”. Si se traspasa el límite aparece un mundo nuevo que se escinde, para Irina, para los lectores y para todos, en dos: el primero de ellos es el del camino del sí, el de la tentación, besar a Ramsey, echar al traste diez años con un hombre bueno y que aparentemente la quiere. En segundo lugar está el del no, el de la normativa, el de ser una chica buena porque ya lo dice el refrán: más vale malo conocido que bueno por conocer. Shriver, lejos de conformarse con escoger un camino, se queda con los dos y escribe dos novelas en una. De esta manera, alterna capítulos en los que se ven las consecuencias de esa temida decisión vital. Un hombre u otro: ¿hay tanta diferencia al fin y al cabo?

 

Empecé a leer este libro porque aborda el universal tema de la infidelidad y me parecía interesante incluirlo en un artículo que estoy escribiendo. Lo terminé ayer, en una playa, boca arriba, haciendo malabarismos con las 700 páginas, y lo cerré fascinada. Porque el libro de Shriver no solo habla sobre la infidelidad, sino que ahonda sobre todo en esas elecciones vitales que aparentemente nos condicionan la vida. Digo aparentemente porque la tesis de Shriver viene a diluir la importancia de esos cruces de caminos diciendo que en realidad, caminos muy distintos pueden llevar al mismo punto de llegada. La vida de Irina no es tan distinta si se queda con Lawrence o si tira la casa por la ventana y se va con Ramsey. Ella sigue siendo la misma. En realidad, ella los quiere a los dos. De maneras diferentes, eso sí. Así que al llegar a las últimas páginas del libro, pensé que tal vez Lionel Shriver, más que de las decisiones o la infidelidad, hablara de algo mucho más misterioso: de los distintos tipos de amor, de lo poco responsables que somos en última instancia de querer o de desear: son cosas que nos vienen dadas. Podemos escoger tomar un camino u otro pero no podemos escoger a quien querer, a quien desear. Ese, y no el de las decisiones, es el verdadero problema.

 

Me quedé pensativa. Subrayé la siguiente frase:

 

“El verbo querer es necesario para cubrir una gama de emociones tan amplia que casi no significa nada. Puesto que el amor que destilamos por cada ser querido sigue una receta específica y más bien rara (…), se necesitan tantas palabras distintas para nombrar ese sentimiento como personas hemos querido en la vida”

 

Entonces cerré el libro y me fui a nadar con mi flamante colchoneta azul. Me dirigí hacia las rocas pensando en todo esto y en que podremos leer muchos libros pero hay cosas que tardaremos mucho en entender, o al menos yo. Me quedé tumbada en la colchoneta cerca de las rocas y vi, como si alguien lo hubiera puesto expresamente para que yo lo leyera, un graffiti en una roca: «I love you Pat», decía. Sonreí pensando que había que estar un poco tarado para ir hasta esas últimas rocas para poner eso y ni siquiera firmarlo.

 

Se me vino a la cabeza que todos decimos te quiero continuamente, en todos lados, en muchos momentos y a distintas personas. Y no siempre significa lo mismo. Hay que saber descifrarlo. O quizás de tanto decirlo puede que ya no signifique lo que debería. Las palabras se gastan, como las ruedas de un coche, como una goma de borrar. Se erosionan. Pensé en los últimos versos de aquel poema de Kirmen Uribe, «No se puede decir».

 

No se puede decir Amor, no se puede decir Belleza,

Solidaridad, no se puede.

Ni árbol ni río ni corazón.

La ley antigua ha sido olvidada.


Sin embargo, si me dices «mi amor»,

siento un escalofrío,

sea verdad o mentira.


Supongo que ahí está todo. No sé si decir te quiero ya no significa nada. Lo hemos oído tantas veces. Lo hemos dicho a tantas personas. Pero sé que si lo dice la persona adecuada tiene sentido, sí. Claro que lo tiene. Es entonces cuando volvemos a creer en ese vínculo a menudo tan frágil que hay entre las palabras y las cosas.


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