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Mientras tantoLa zona de confort (Wagner en Oviedo)

La zona de confort (Wagner en Oviedo)


 

La compañía siempre descansa la víspera del estreno. Tiene el día libre para visitar a viejos amigos e hincharse a pasta marinera, derretirse por las calles de Madrid o, como he hecho desde que acabase el Máster de Periodismo en ABC hace dos años, volver de visita a la redacción.

 

Acababa de dejar El Comercio y, con él, cinco años de periodismo, para dedicarme a la ópera: trabajar en la Ópera de Oviedo y, al tiempo, prepararme para ser director de escena, un sueño, un deseo y una certeza. Alfonso Armada, director del máster, celebró el cambio con un imperceptible movimiento de hombros y una sentencia agridulce:

 

–Bueno, quizás el máster te sirvió, al menos, para darte cuenta de que el periodismo no era lo tuyo.

 

El salto parece grande: el 1 de julio de 2008 estaba iniciando una serie de columnitas veraniegas en El Comercio que me costaba Dios y ayuda rellenar; dos años después, firmaba informaciones y traducciones y me insistía en escribir una novela; un año después, estaba saliendo por la puerta del ABC y preguntándome qué narices hacía con mi vida tras completar el máster (sin acabar novela alguna); un año después, estaba cubriendo unas manifestaciones mineras, de nuevo para El Comercio. Un año después, estaba sentado ante una taza de café la víspera del estreno de Traviata en San Lorenzo de El Escorial, a la que asistía como ayudante de dirección (sin novela). ¿Significa eso que por fin me decidí a ser artista? ¿O bien que la ópera, que el arte con todas sus letras, siempre estuvo ahí y por fin había estallado? ¿Que todas las vidas anteriores, como me dijo la directora de escena Mariame Clément, habían empezado a cobrar sentido?

 

En una reciente entrevista de Ramón Lobo al director de The New Yorker, David Remnick, este suena lapidario al decir: «Un periodista no es un artista». Lo leo como una bofetada: ante mí, un armario rebosante de ejemplares de la revista que nunca he sido capaz de leer de un tirón. Por inabarcable y por inspiradora. El simple tacto de The New Yorker, de su precisión, de su estructura; el mero contacto con su prosa estilizada e hiperprofesional y la belleza vitaminada que despliega en sus textos siempre me ha inspirado, me ha interpelado y me ha empujado a intentar hacer algo parecido. A vigilar las entradillas, a cuidar los párrafos, a servir a los lectores que pudiera haber ahí, al otro lado, no solo el bocado de información que reclaman sino, ¡cómo no!, una mínima dosis de belleza o de sal o de hermosura que añadiese algo al simple hecho de informarse.

 

Pero Remnick sigue: «La no ficción es un arte en sí mismo». Alivio. O sea que en los periodismos algo de arte hay, de arte entendido como la fina capa que recubre lo puramente funcional para transportarlo un paso más allá. Por simplificar y definir de algún modo: el arte incluye la pregunta, en un momento u otro, de quién te habrá mandado meterte en ese lío. Si merece la pena, realmente, salirse de lo que tiene un fin, una utilidad, de lo cómodo. De la casa, el coche, el césped bien segado, los domingos de bricolaje y el trabajo de 9 a 15 horas, lunes a viernes, en 14 pagas y un mes de vacaciones. Supongo que el artista es el que responde que sí: merece la pena salirse de la zona de confort. Merece la pena hacerlo voluntariamente y a conciencia. Merece la pena irse a cubrir un conflicto bélico o, como sucedió el viernes pasado, abrir la puerta de la sala de ensayos y ver cómo se empieza a montar la primera Tetralogía del Anillo wagneriana que se escuchará en la historia operística de Oviedo: son cosas, como defiende el argumentarlo cerril y bisoño, que cuestan dinero, que no se comen, que no son imprescindibles para sobrevivir. Pero sí.

 

Situémonos ante una traducción, un reportaje, una partitura, una novela, un poema. Una ópera: ¿acaso la pregunta no acaba por ser la misma en un momento u otro? ¿Acaso no nos diremos: «¿Por qué?» y no sabremos responder y seguiremos? Y situémonos también ante el hecho de montar un bar, de arreglar la casa del pueblo, de tapizar una butaca. Se puede encajar, en un momento dado, en la misma definición: no por vaga, sino todo lo contrario. El arte puede encontrarse en cualquier actividad, lugar o acción. Si el arte, en fin, no es más que eso, que explorar lo que se encuentra fuera de la zona de confort, ¿por qué iba a ser menos emocionante buscar la alquimia perfecta en un reportaje que en el fondo de las aguas del Rhin?

 

La respuesta a esta cuestión se encuentra en lo que ocurre una noche de estreno, en el momento en que se ven los frutos del trabajo realizado. La satisfacción que reporta ese camino, el de haber decidido libre y conscientemente salirse de lo establecido por pasión e intuición –y, por tanto, medio a ciegas–, tiene muchas caras: en el caso del bar, del cóctel hecho con mimo, el cliente que te da las gracias y deja propina y se va con una sonrisa, con un buen rato en el colate. En el del periodismo, del lector agradecido, emocionado o satisfecho; o del entorno más respirable gracias a un trabajo bien hecho. Y en el de la ópera, ay, en el de la ópera, de los pelos como escarpias, de la lágrima viva y del aplauso convencido. Quizás, y solo quizás, de la ambición de haberle cambiado la vida a alguien como, en nuestro caso, nos la cambió a nosotros. El precio, el camino, es el mismo: salir de la zona de confort, preguntarte mil veces qué demonios estás haciendo, y una noche, en un segundo, sentir a la orquesta enmudecer, el telón caer y al público estallar. De felicidad, de rabia, de indignación o de emoción. Pero que estalle. Y con él, claro, nosotros.

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