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Mientras tantoBen Kweller. Genio, no; enamorado

Ben Kweller. Genio, no; enamorado

La hora del crepúsculo   el blog de Luis Cornago

 

Cuando en el año 1996 los miembros de Radish grabaron “Dizzy” (autoeditado, 1996), su segundo álbum, parecían dispuestos a romper moldes. Hasta entonces, este emergente trío adolescente de punk-rock con base en Greenville, TX -lugar al que también cantaba una de nuestras damas, Lucinda Williams, en su aplaudido “Car wheels on a gravel road” (Mercury/Polygram, 1998)- se conformaba con autoeditar aquellas inmediatas piezas que, con aparente sencillez, iban irrumpiendo durante los (siempre) insuficientes recreos: la independencia y el anhelado éxodo que llegaría durante los últimos años del high school eran todavía una quimera, pero las soporíferas -o productivas- clases de química, los litigios en torno al primer beso o la espinosa carrera por hacerse con Charlotte, la niña más agraciada de la clase, suponían coyunturas ideales para hacer del escapismo un arte. Porque ya entonces, para Ben Kweller, cantante y guitarrista de Radish, las canciones eran una simple forma de escapismo. Aunque, a decir verdad, no sería tanto la cobardía de no afrontar sus problemas, sino más bien la entelequia de los mismos.

 

 

El padre de Ben Kweller había crecido en Maryland junto al músico Nils Lofgren -acompañante de Bruce Springsteen en discos de estudio como “The Rising”(2002) o “Magic”(2007) y miembro intermitente de su E Street Band desde 1984, además de partícipe de discos tan emblemáticos de Neil Young como “After the goldrush” (1971) o “Tonight’s the night” (1975) y artífice de una para nada desdeñable carrera en solitario-, y a él enviaron las canciones de “Dizzy” para cotejar si podría hacer valer su auctoritas. Roger Greenawalt, que ejercía en aquellos días tareas de producción para un álbum de Lofgren en solitario, facilitó a los chicos de Radish un estudio donde registrar algunas de sus canciones más recientes. Después de percibir muestras de interés por parte de diferentes discográficas, se decantaron por Mercury Records para publicar “Restraining bolt” (1997). A raíz del lanzamiento de este trabajo, respaldado por primera vez por un sello discográfico, pudieron ofrecer numerosos conciertos en Inglaterra, como teloneros de Faith No More y tocando en el escenario principal del Festival de Reading en 1997, o aparecer en programas ilustres de la televisión estadounidense como The Weird Al Show o en el talk show nocturno de David Letterman.

 

(Sobre la historia de esta precoz formación de instituto firmaba el periodista americano John Seabrook un explicativo artículo el 7 de abril de 1997 en el glorificado The New Yorker).

 

No obstante, pese a que la acogida de “Restraining bolt” había sido muy positiva, la absorción de Mercury Records por parte de una multinacional significaría su marcha del sello. Un hecho que se sumaba a las divergencias –vitales y musicales– entre John David Kent, batería que había acompañado a Kweller desde sus inicios, y Ben Kweller; el primero se sentía más atraído por la idea de permanecer en Texas para montar un estudio de grabación y componer sus propias canciones, mientras que el segundo se mostraba cada vez más decidido a irse a vivir a Nueva York junto a Lizzy, su eterno idilio adolescente. Aquella sugestiva banda de instituto descendiente directa del punk-pop de espíritu juvenil que habían inspeccionado en los primeros noventa grupos como Weezer, o del simbólico grunge de los Nirvana de “Nevermind” (1991), había llegado a su fin.

 

A pesar de la experiencia que le había proporcionado a Ben Kweller su etapa con Radish -en lo musical, y en los tejemanejes de la industria-, cuando el músico nacido en San Francisco se instaló junto a su novia en un pequeño apartamento del barrio neoyorquino de Brooklyn todavía no había cumplido los 20 años. En ese mismo habitáculo Ben grabó en su ordenador su primer epé, “Freak out, It’s Ben Kweller” (autoproducido, 2000), que le sirvió no sólo como carta de presentación para poder ofrecer una serie de conciertos en solitario, acompañado de su guitarra acústica, y utilizando ocasionalmente la armónica y el piano, sino también para, como consecuencia imprevista, atraer la atención de Evan Dando, líder de The Lemonheads, que le invitaría a abrir algunos de los conciertos de su banda. Algo similar sucedió con Jeff Tweedy, cara visible de Wilco, al que Ben acompañaría a principios del año 2000 en una gira de Tweedy en solitario por la costa este de los Estados Unidos.

 

 

En 2001, Kweller pasaría a formar parte de ATO Records, donde publicó, dentro del epé “Phone Home” (ATO Records, 2001), sus primeras canciones en solitario con el apoyo de un sello. Acto seguido lanzaría su primer largo, “Sha Sha” (ATO Records, 2002), una combinación de composiciones inéditas y nuevas aproximaciones a canciones recogidas en “Freak out, It’s Ben Kweller”. “Sha Sha” muestra un sincero compendio del background musical del pipiolo Kweller. Por un lado, el principio de How it should b (Sha Sha) podría considerarse un homenaje a John Lennon, hasta el momento en que tuerce hacia el power-pop, mientras que gracias a las incisivas guitarras de No reason vuelve a planear de nuevo la sombra de Weezer en el universo Kweller. No obstante, es en cortes como  Walk on me o Lizzy donde más cómodo se encuentra Ben, y en los que desprende con mayor ingenio su irreverente espontaneidad; de hecho, ambas esclarecen formatos de canción que han venido siendo habituales en discos más recientes, como en el homónimo “Ben Kweller” (ATO Records, 2006) o en su último trabajo, “Go fly a kite” (The Noise Company, 2012). En Walk on me desvela con naturalidad sus dotes para el power-pop, con una interpretación apasionada y una mirada todavía algo ingenua y combativa. Coincide en espíritu con la nostálgica Run, el alegato optimista de Penny on the train track,  o la springstiana Jealous Girl: crónicas para ser cantadas que parecen adquirir más sentido que nunca con su luminosa voz como testigo. Lizzy, en cambio, se emparenta con baladas como Thirteen, On my way o Sundress. Thirteen es, probablemente, una de las canciones más especiales -además de un homenaje evidente a Big Star- de su repertorio, al reconstruir en poco más de cuatro minutos su prematuro romance con Lizzy desde que, con tan sólo 13 años, comenzaron a compartir aventuras hasta el momento en que escribió esta canción, a los 26 años.

 

 

Y es que gran parte de su obra voltea alrededor de una narrativa bastante primitiva: la evasiva a la imposición de la realidad en las relaciones en las que el joven fevoroso e inequívoco cree haber descubierto el amor más diáfano en aquella chica de atractivo crepuscular. Emociones confeccionadas a medida para acompañar a los cincos adolescentes de American Graffiti  (Geroge Lucas, 1973), que se refugiaban entre las chicas, los coches, el rock’n’roll y la luz anaranjada de los neones del Mel’s Drive In en el último verano de 1962. Unos días de verano que, por mucho que les cueste asimilar, jamás regresarán, salpicados por la incertidumbre de un futuro -el de las responsabilidades- incierto, sí, pero ya no tan remoto. Y unas historias que, como en Ferris Bueller’s Day Off (John Hughes, 1986), donde el simulado padecimiento de Ferris Buller (Mathew Broderick) una mañana lectiva permite a éste disfrutar junto a su novia (Mia Sara) y su mejor amigo (Alan Ruck) de un día de ensueño en la ciudad de Chicago, tienen bastante que ver con la vacilación del qué queremos y qué seremos, o incluso más bien con la postergación de cuestiones de este tipo.


 

Richard Linklater es un cineasta que ha profundizado en sensaciones -por no decir sentimientos- muy próximos a los que puede evocar la música de Ben Kweller. Con unos planos cada vez más vaporosos y una escritura casi siempre sugerente ha ido construyendo su filmografía, acentuada comercialmente por la trilogía protagonizada por Céiline (Julie Delpy) y Jesse (Ethan Hawke) que comenzó en 1995 con Before sunset y ha terminado este mismo año con el estreno de Before midnight. Curiosamente, antes, en 1993, el director también había retratado, como George Lucas veinte años atrás en la mencionada American Graffiti, el último día de instituto de unos adolescentes en 1976. En su última película, Before midnight (2013), persisten las escenas cotidianas cargadas de simbolismo y profundidad, pero, en cambio, su hasta entonces idílico amorío choca con la realidad de la vida en pareja: los hijos, los viajes, los celos, las ambiciones laborales. Puede que Linklater se haya preguntado a raíz de su último filme sobe esa distinición, irremediablemente compleja, entre el amor y la amistad. A Ben Kweller, después de seis largos en solitario, parecen no importarle demasiado esas digresiones. Y no le vendría mal, ya que después habernos repetido la misma historia una y otra vez, podría haber llegado la hora de ir un poco más allá, de investigar en dominios ajenos; después de tantos años, parece difícil. Quizás para entender su prudente postura deberíamos citar al poeta suicida Chusé Izel, como Jonás Trueba -por cierto, de exquisito gusto también musical- hacía recientemente en esa magistral cinta titulada Los Ilusos (Jonás Trueba, 2013):


Puede que me equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. La cuestión es sencilla, ridícula. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento. Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador, acongojante aún, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada. 


Porque Ben Kweller, como probablemente Jonás Trueba y tantos otros outsiders, es un eterno enamorado, y resulta esa condición tan auténtica que quién quiere genios, para qué.

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