Diego Cañamero y Juan Manuel Sánchez Gordillo son admirables. Pueden estar profundamente equivocados, pero por lo menos hacen algo. Aunque sólo sea llamar la atención sobre los dramas sociales que nos deja la crisis (o el modo en que pretenden sacarnos de ella) de una de las pocas formas de las que se puede hacer para que tenga repercusión: poniendo en cuestión el sacrosanto principio de la propiedad privada y recordando que, según la Constitución, ésta debe estar sometida al interés social (véase artículo 33). No sé si podrán hacer algo más Cañamero y Gordillo. Creo que no. Me temo que no.
Los poderes públicos, en cambio, pueden hacer muchas más cosas. También se les podría ocurrir incautar, expropiar bienes para asegurar una alimentación correcta a los ciudadanos o que todos los niños puedan ir al colegio con el material escolar correspondiente o que, como defiende el Gobierno de Andalucía, ninguna familia se quede sin casa. Ésa es la idea que, según mi interpretación, Cañamero y Sánchez Gordillo están lanzando para quien quiera recogerla. Porque no tienen que ser ellos quienes lo hagan, ni la gente anónima que se ha ofrecido, por ejemplo, a pagar las matrículas universitarias de un montón de estudiantes. Son los poderes públicos los que están obligados a garantizar el cumplimiento de los derechos más básicos. Seguro que les sale más barato que el rescate a los bancos que, según se ha reconocido, al final será a fondo perdido.
Al principio pensé que Cañamero y Sánchez Gordillo eran una especie de tándem, un equipo como el que formaban Quijote y Sancho y me había propuesto el reto de descubrir quién era quién. Quién era el realista y cuál otro el idealista, el soñador. Sin demasiados elementos para el juicio y sin ánimo despectivo, todo lo contrario, sospecho que los dos son Quijotes y que pertenecen al privilegiado grupo de los que se han dado cuenta de que los molinos son en realidad gigantes que están acabando con la civilización con sus enormes manazas.
¿El fin justifica los medios?
La mayoría, los bienpensantes, los contagiados por el buenismo, defienden el fondo, pero no las formas que utilizan Cañamero y Gordillo. Desobediencia civil. Propaganda por el hecho. Sí, por el hecho, porque nos dicen que la gente ya no quiere escuchar palabras, y menos leerlas. Argumentar, convencer, persuadir, explicar… requieren espacio. Espacio que parece que nadie quiere ceder a las cosas importantes. Por eso, en conexión con esta cultura tan visual, tan comodona, Cañamero y Sánchez Gordillo han optado por hacer cosas. Podríamos utilizar incluso el adjetivo “espectaculares”. Las suyas son, en realidad, “performances”. Todo muy contemporáneo y, a la vez, muy, muy antiguo. Como la realidad en que vivimos.
Desobediencia civil, propaganda por el hecho… Llamémosle como queramos. En todo caso, ellos no son los inventores. Y, si repasamos la historia, en etapas comparables a la que vivimos ahora, las palabras no han bastado. Ni las escritas ni las habladas. Todos los derechos de los que ahora gozamos tienen un punto subversivo en su origen. Y también provocador, como el de Femen. Por eso no es coherente defender el fondo y no la forma de lucha, la idea que subyace y no los métodos del SAT: sin estos últimos, no nos fijaríamos en el motivo por el que luchan, no repararíamos en él y en eso que dice Sánchez Gordillo de que la propiedad privada tiene que ser un derecho para todos, no sólo para los pocos insaciables que quieren quedarse con todo.
Más allá de la anécdota (tremenda anécdota la de que en la España del siglo XXI haya gente pasando necesidades), pues, hay que prestar atención al mensaje más profundo de las actuaciones del SAT: quizás sea necesaria la subversión para transformar esta realidad tan fea, para cambiar de canción, para parar de una vez el Establishment Blues del que habla Sixto Rodríguez, felizmente recuperado gracias al documental Searching for Sugar Man, que comentaba Javier González en su blog el otro día.
Pero, mejor, quitamos ese último “quizás”.
«Hasta que no te mueves no sientes las cadenas»
No es que la subversión sea deseable. Decimos que, en ciertas ocasiones, es necesaria. A gran y a pequeña escala. Cada uno de nosotros, según nuestras posibilidades. Cada cual, según sus necesidades. Siempre teniendo en cuenta que subvertir el orden establecido siempre ha sido muy peligroso. Para todo el mundo. Pero es que hay ocasiones en las que no se permite otra vía. El “establishment” se queda muy estrecho. Casi ahoga. Aunque haya quien no lo vea. Como decía Rosa Luxemburgo, hasta que no te mueves no sientes las cadenas. Y ahora da la casualidad de que hay mucha gente (aunque siempre una minoría) que se quiere mover y no puede: jueces que quieren hacer justicia, movimientos sociales que pelean por la preservación de la educación, la sanidad, el trabajo, las pensiones, la vivienda, la carestía de la vida… A los primeros, les apartan de los casos. Los segundos sólo encuentran represión. Y todos y cada uno de nosotros somos víctimas de mentira tras mentira. ¿Es o no asfixiante este ambiente?
Insistimos: pese a todo, sigue habiendo gente que piensa que sus intereses son los mismos que los de quien le pisa. El poder nos toma por tontos. Y nos lo merecemos. Sin ir más lejos, Iñaki Gabilondo nos echaba una buena bronca ayer. Cómo será la cosa para que diga que todo lo que nos hacen es porque nosotros los toleramos.
Y ahí está el problema. Como decía Carlos Marx, para hacer una revolución, además de reunirse las condiciones objetivas (y seguramente ahora, con esta crisis, se dan), tienen que cumplirse las condiciones subjetivas (que la gente haya tomado conciencia de que nos encontramos en una situación límite y de la necesidad de llevar adelante un cambio profundo, radical).
Sabemos que el sistema está podrido, pero no queremos implicarnos
Pero la situación no es desesperada. No conviene ser extremadamente negativos. Un revolucionario o alguien que cree necesario el cambio tiene prohibido ser pesimista. Entre los nuestros, sólo a Saramago se le permitía. Era la grandísima excepción. Así pues, el diagnóstico es el siguiente: hemos tomado conciencia del problema, de la putrefacción del sistema, pero, de momento, hemos dado la batalla por perdida y no estamos dispuestos a implicarnos en su transformación.
Estamos hartos de que las élites políticas y económicas nos chuleen, pero preferimos desconectar, distraernos con el pésimo circo que nos ofrecen: el fútbol, sobre todo con algo espectacular como el fichaje de Bale, el ciclismo, Nadal, Alonso o Talavante. Somos un poco vaguetes. O demasiado miedosos.
Yo lo tengo claro. Si me dan a elegir entre Bale y Cañamero, me quedo con Cañamero. Pero somos minoría: seguro que el líder del SAT no logra unir a su marcha a las 15.000 personas que el futbolista congregó para su recibimiento en el Bernabéu. ¿No es una pena?