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Mientras tantoRecetas para pensar distinto

Recetas para pensar distinto


 

Teresa Toldy es una teóloga feminista. Podríamos decir también que se inscribe dentro de la corriente de la teología de la liberación. Y ha estado en Madrid hace muy pocos días. En un congreso de teología que se celebraba en el salón de actos de Comisiones Obreras. Muy cerca del Parque del Retiro y del Museo del Prado. Llama la atención que en esas dos jornadas y media destinadas a hablar de religión, de teología y de sociedad, además de que participara el líder del SAT Diego Cañamero, hubiera dos conferencias destinadas a hablar de feminismo. Una, con Juan José Tamayo, Amnistía Internacional y una representante de Católicas por el Derecho a Decidir, centrada en los problemas de Europa. La otra, sobre el feminismo y la teología de la liberación, que fue la que pronunció Toldy.

 

Pese al foro en el que se inscribía, pese al título de su conferencia, tanto el feminismo como la teología fueron lo de menos en su discurso. No porque los obviara. Sino porque sus palabras trascendieron estos dos temas. Incluso la suma de ambos. Y eso que la fusión de feminismo y teología, de los derechos de la mujer y la religión, hubiera bastado para abrir muchas heridas y para aportar muchas cosas.

 

Toldy habló del mayor poder que existe en el mundo: el de contar la historia de otros. Porque quienes reúnen el poder necesario para hacerlo se hacen dueños de quienes son contados: construyen nada menos que su realidad. No sólo porque el auditorio que escucha «compra» el relato, sino porque quienes son representados, al final, también lo hacen. Quienes son victimizados, asumen su papel de víctimas; quienes son pintados como criminales, se convierten en tales; quienes son situados en un lugar subalterno, al final acaban asumiéndolo. 

 

Toldy se refería, sobre todo, a los relatos existentes sobre el Sur y, también, sobre las mujeres: «No hay sólo historias de miseria en el Sur. También las hay de heroínas», se quejó. Pero esas narraciones no tienen quien las escriba. O quienes las cuentan no tienen quien les escuche. Escasean los altavoces para los disidentes. O, se nos ocurre, periodistas que busquen cosas más allá de lo oficial, de lo que se ajusta al cliché.

 

No hay un programa global de mínimos para el feminismo

 

El modelo occidental de emancipación de la mujer no es el único. Las mujeres del norte no tenemos que enseñar nada a las del sur. No nos tenemos que creer vanguardia de nada ni debemos mostrarles cuál es el camino que hay que recorrer. De lo contrario, caeremos en el error en que ha incurrido la globalización neoliberal: la imposición de un mismo modelo económico y social a todos los pueblos, incluso a aquéllos cuya cultura nada tiene que ver con el individualismo y el desapego a la tierra que sostienen al actual modelo económico que impera en el mundo. Imponer, como se ha hecho (o se ha pretendido hacer) con ciertos países de Oriente Medio o de África, la “vía occidental a la democracia” ha sido un equivocación y, por tanto, ha desembocado en el fracaso más absoluto. Quizás se hayan dado cuenta de ello y ya no se quiera utilizar las mismas armas con Siria.

 

El capitalismo, es cierto, tiene una gran capacidad de adaptación. Lleva sobreviviendo muchísimos siglos y ha superado crisis tan cruentas o más que ésta. Pero en los últimos cincuenta años, cuando se ha acelerado su imposición, ha sufrido contestaciones como nunca antes o, al menos, como nunca desde hace un siglo, y todo un subcontinente, el americano, está poniéndolo en cuestión precisamente por inadaptación, por el inmenso choque cultural que le supone asumir la ideología neoliberal como propia.

 

El capitalismo ha sido especialmente cruel con las mujeres. Teníamos la intuición y Toldy la ha llenado de contenido al enumerar las fases de la globalización con un sesgo de género. Ésta, como relata Toldy, nació con el colonialismo. No sólo se colonizaron tierras. También el cuerpo de las mujeres, y no sólo porque los conquistadores se apropiaran literalmente de él: el nuevo modelo económico industrial hacía necesario un mayor crecimiento de la población, dado que los trabajos que había que desarrollar eran intensivos en mano de obra. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Norte procuró el «progreso» de esos países por la vía capitalista. Dos fueron los instrumentos utilizados: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Con la bandera de la ayuda, de la cooperación, del camino hacia el progreso, impusieron reformas «liberalizadoras» de sus economías, con pésimos resultados en muchos casos. Sobre todo sociales. Esas políticas fueron acompañadas de más medidas invasivas del cuerpo de las mujeres: en esos años se comenzó a pensar que el gran problema de los países empobrecidos era su superboblación y comenzaron a imponerse controles de la natalidad. El último tramo de este proceso, que es en el que nos encontramos, según Toldy, es el llamado «imperialismo verde» y consiste en la privatización de los recursos básicos. Cuando lo dijo, nos vino a la cabeza algo que sucedió muy lejos y que relata Iciar Bollaín en «También la lluvia», pero además algo que puede ocurrir de un momento a otro aquí en España, en Madrid, concretamente, con la privatización del Canal de Isabel II. O con el impuesto al sol.

 

Podemos establecer una conexión entre las dos últimas fases de la globalización y las mujeres más allá de las políticas de natalidad. En los años setenta, se hizo hincapié, sobre todo el feminismo de la diferencia, en el especial vínculo existente entre la mujer y la naturaleza. De ahí que se interpretara que el ataque al medio ambiente hacía más daño a las mujeres. Y así es: si analizamos el papel que desempeña la mujer en el control de la propiedad en el Tercer Mundo, comprobamos que el balance de la privatización de los espacios naturales la han dejado prácticamente excluida, sin poder alguno. También las mujeres son las principales víctimas de las externalidades negativas (qué feo eufemismo para decir simple y llanamente «pobreza») de las medidas liberalizadoras. Pero destacar esa unión privilegiada entre la mujer y la naturaleza que se destacaba hace algunas décadas escondía, según Toldy, la subyugación por imperativo biológico. Aunque esto no es de los años setenta. Ni tampoco se circunscribe al norte. Viene de Rousseau, que era muy machista. Lo contamos aquí. Y también de Talcott Parsons, el padre de la familia americana modelo de los cincuenta y luego exportada por todo el mundo.

 

La mujer del norte se ha liberado, al menos en parte, del modelo defendido por Parsons y alimentado por la publicidad. Ahora, aunque así lo crea, no tiene la misión de liberar a la del Sur. Nadie libera a nadie. Cada cual es protagonista, o debe serlo, de su propia liberación. «No puede haber un programa mínimo global para el feminismo», dice Toldy. No hay que caer en el error de la globalización neoliberal. En el error en que incurrió Francis Fukuyama cuando habló del fin de la historia y del último hombre. No hay que globalizar un modelo único aunque se pretenda con el contestar al actual estado de cosas.

 

Ecología de los saberes

 

Toldy lanza un concepto que creemos que toma prestado de Boaventura de Sousa Santos: ecología de los saberes. Esperamos haberlo interpretado bien. Si no es así y alguien se da cuenta de ello, que lo aclare, por favor. Cuando Toldy lo explicó, se nos vino a la cabeza la imagen de una coctelera en la que iba echando diferentes ingredientes, diferentes puntos de vista de distinta gente, distintas experiencias de diferentes pueblos… Ningún ingrediente tiene más protagonismo que otro en este cóctel, ni más importancia, ni más autoridad. De esa manera se formaría el pensamiento contrahegemónico. Y se nos apareció Gramsci. Porque él dio en el clavo sobre el problema de por qué no podemos cambiar el mundo al desarrollar el concepto de hegemonía. Y procuró dar una receta para superar ese escollo. Pero, con una visión internacionalista, el pensamiento contrahegemónico de Sousa Santos es mucho más potente que el de Gramsci. Y no porque el italiano sea eurocéntrico. No tenemos datos suficientes para decir ni que sí ni que no.

 

Tampoco sabemos si Toldy finalmente incurrió en contradicción, porque nos dio la sensación de que marcó un mínimo común denominador no ya para el feminismo, sino para la política, para la economía, para el humanismo, en definitiva. El modelo actual, el capitalismo avanzado, el que está terminando por globalizarse, pese a las resistencias, es antropofágico. «O acabamos con él, o acaba con nosotros». Ése es el dilema que plantea Toldy. Y su programa de mínimos. Pero es que luchando contra el capitalismo hegemónico también lo hacemos por preservar las especificidades de cada pueblo.


Contrahegemonía y Olimpismo

 

Pero volvamos a la imagen de la coctelera, al planteamiento de pensamiento contrahegemónico que, a su vez, no tenga aspiraciones globalizantes. Tenemos un compromiso con esta bitácora y éste consiste en hablar de la situación de España. Hemos esquivado el tema de Gibraltar en las últimas semanas. Espero que lo entiendan. Pero no lo haremos con los Juegos Olímpicos. Aunque corramos el riesgo de que el último párrafo les resulte un poco «pegote» en este artículo, pero creemos que viene a cuento.

 

En teoría, ¡qué mejor excusa que el deporte, con lo sano que es, con el buen rollo que emana, para que diferentes pueblos dialoguen, pongan en común sus ideas, sus puntos de vista, sus cosmovisiones, sus diferentes modos de entender el mundo! ¿No es ése el espíritu olímpico que nos venden? ¡Qué gran oportunidad tendría Madrid para convertirse en el recipiente en que se mezclarían todas las ideas! ¡Eso sí que procuraría un gran enriquecimiento de la ciudad! Aún así, nos da igual que Madrid no haya sido elegida. Casi lo preferimos así. Incluso celebramos que tampoco lo haya sido Estambul. Porque, en realidad, el Olimpismo se ha convertido en un instrumento más en manos de la expansión del neoliberalismo y, por tanto, de la homogeneización de pensamientos, actitudes y comportamientos. Además, tenemos dudas respecto a si la esencia de los Juegos Olímpicos es coherente con ese ecologismo de los saberes que nos explicó una teóloga: ¿Su esencia, su razón de ser, no es la competitividad, el nacionalismo, la lucha por la supremacía, la bandera, el himno, la nación, la raza…? 

 

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