«Que una nación ilustrada lo intente, permitiéndoles a las mujeres compartir las ventajas de la educación y del gobierno con los hombres, que compruebe si se hacen mejores a medida de que se hacen más sabias y más libres, el intento no les puede perjudicar». Mary Wollstonecraft. Vindicación de los derechos de la Mujer.
Estas palabras fueron pronunciadas en el siglo XVIII, hace más de doscientos años. Doscientos años son muchos años. El lugar era la Francia de la Ilustración, de la libertad, la igualdad y la fraternidad, el momento, el de la lucha por el sufragio universal que se olvidó de la mitad de la población en su definición de ciudadanía. Sin educación no hay ciudadanía, reivindicaron las intelectuales francesas de la época, a algunas de ellas, como a Olympe de Gouges, les costó la guillonita, y todavía hoy esas mujeres valientes son desconocidas en la historia de la lucha por los derechos humanos. Doscientos años son muchos años, hasta 1945 las mujeres no votaron en el pais cuna del pensamiento ilustrado. Cuánto cuesta al ser humano, como individuo y como ser social, la coherencia. Cuánto cuesta pasar de la teoría a la práctica.
Malala Yousafzai tiene dieciséis años y quiere hacerse mejor, más sabia, más libre; ella y millones de niñas y mujeres de este planeta para las que a pesar de internet, los satélites, la ONU, las Declaraciones Universales de Derechos y los foros internacionales, en su realidad inmediata, en el lugar y momento que les ha tocado vivir, se encuentran todavía en el siglo XVIII o incluso más allá. Malala Yousafzai es una adolescente pakistaní a la que dispararon los talibales por querer ir a la escuela y, en coherencia, querer que tengan ese derecho todas las niñas a las que se les niega. Su lucha nos paraliza un segundo y nos pone cifras encima de la mesa: 32 millones de niñas carecen del derecho fundamental a la educación por su sexo. Hay muchos derechos negados, tanto a hombres como a mujeres, desde distintos poderes, el económico, el político, el religioso…, pero en el caso de las mujeres, esta negativa se hace explícita por su condición de tales: «es una obscenidad que las mujeres se eduquen», afirman los talibanes; la subordinación, la discriminación, la desigualdad, se inviste, en el caso de las mujeres, de una violencia aterradora, porque se puede dejar de ser pobre, de ser religioso, de ser de un determinado país, pero no se puede dejar de ser mujer, (salvo que no le dejen nacer por ello, como también ocurre), y esta condición atravesará de forma multiplicadora cada situación de vulnerabilidad y exclusión en la que se halle.
Valiente Malala Yousafzai, valiente su familia y cobardes los que crean que redimen su culpa dejándola hablar en la ONU, permitiéndola tener voz en nuestra burbuja de derechos endebles, porque cualquier derecho en minoría, y los Derechos Humanos lo son, tanto en perspectiva planetaria como en nuestro propio territorio, son derechos enfermos, sostenidos precariamente con el suero endulcorado de prestaciones mínimas y el espejismo de una dinámica institucional al servicio de la contención del malestar social y no del servicio al bien común.
El derecho a la educación, en igualdad de oportunidades para toda la ciudadanía, es premisa de la mayoría de edad social, sin la que no son posibles la libertad y la igualdad. El derecho a la educación, en el más amplio sentido de la palabra, debe construirse desde el principio de que cada ser humano es un fin en sí mismo, y no un medio para que el sistema de privilegios se mantenga. El derecho a la educación, incluye el derecho a ejercer el conocimiento adquirido y ser capaces, a través de él, de conquistar autonomía, dignidad y felicidad. Pero, de nuevo, esto llevamos más de un siglo reivindicándolo las mujeres, aunque ahora, cuando aparentemente todos tenemos derechos, nos demos cuenta de que todos los tenemos igual de precarios. Qué lúcida Emilia Pardo Bazán, hace más de cien años, en otro lugar y otro momento, pero igual que sus colegas francesas, con la misma condena al olvido histórico:
«Señores, a veces es necesario llamar a las cosas por su nombre: las leyes que permiten a la mujer estudiar una carrera y no ejercerla, son leyes inicuas. Moralmente, tanto valdría, y aun sería más noble y franco, cerrar a la mujer el aula… Aspiro, señores, a que reconozcáis que la mujer tiene destino propio.(…)». Discurso en el Congreso Pedagógico de 16 de octubre de 1892.
Prueben a cambiar la palabra mujer, por ser humano, en el contexto social de la España actual.