Cuando te sueltan eso de si no estás encantada de volver al Líbano me entran ganas de comprarme una Volkswagen y dedicarme a recorrer California con un subidón de metanfetamina, escuchando el Yellow Submarine de Los Beatles hasta volverme medio tarumba.
Líbano no es un mal sitio si lo comparas con Burundi, es cierto, y la gente hace las cosas mal porque quince años de guerra civil los han dejado absolutamente incapacitados para obrar con cierto pensamiento y visión a largo plazo, no porque sean unos hijos de puta ineptos.
El avión tarda en despegar debido a que la mitad del pasaje, libanés, se ha sentado donde le ha salido de la punta del pijo mientras que la otra mitad, europea, lee aunque eso no conlleve ninguna contraprestación económica. No veo el momento de llegar, admirar como el pájaro de Lufthansa se posa majestuosamente entre las hileras de chabolas de los barrios del sur de Beirut repletas de subfusiles automáticos y de cuartuchos en los que meter a cualquier secuestrado de última hora.
Debería sentirme agradecida. La encargada de visados libanesa, una verdadera macha de guerra, me ha despedido con un “y que no te pase nada y haya que repatriarte…”, pero aquí sentada en la fila 15, al lado de una gorda de Oregon envuelta en mil capas y que me recuerda a la Penélope de “Mentes Criminales”, le doy vueltas a mi forzoso y nuevo corte de pelo, mermado hasta la mitad por tantas horas de sol y cal y tanto disgusto esperando en el alfeizar de la ventana esa dichosa guerra que, dicen, nos acecha desde hace dos años y ni Perry se ha enterado.
Un hombre se entretiene contemplando en su móvil las fotografías familiares de su viaje por el Rin. Me pregunto qué pensará ante la idea de volver a un país cuya idea de paisaje verde son 8 cedros podridos. Me pregunto si su hijo adolescente, con esa cara de apollardado bajo la visera y que levanta el pulgar para decir ok, sabrá que Heidelberg no es una marca de cerveza mientras su dulce hermanita reposa a su lado practicando ese mohín que pronto le servirá tanto para colarse en la clínica de estética como para que algún maronita poco agraciado pero con pasta ofrezca desposarla, por delante.
Las abnegadas madres musulmanas intentan en vano que sus malcriados hijos no chillen y correteen por los pasillos como si los persiguiera el hombre del saco israelí; un amigo preocupado por mi seguridad teme que cierren el aeropuerto antes de la celebración del día nacional de Ucrania, e incluso me queda tiempo para acordarme también de mi querido Alfonso Armada, editor de esta página, y que se ha pasado los últimos 4 años obligándome a rememorar la misma sarta de gilipolleces cada vez que vuelvo a Beirut.
Sí, vuelvo a Beirut… Ese peligrosísimo país en guerra en el que empleo la mayor parte del tiempo fregando tazas de café y poniéndome crema antimosquitos en los pies. Ese extraño lugar en el que, por suerte, existen cientos de formas de conseguir algo entre un público comprensivo que después te permitirá olvidarlas.
Se respira humedad, el duty free permanece abierto por si necesitas varias botellas de whisky a las cuatro de la mañana, un drogadicto medio desnudo asusta a las pasajeras en la calle hasta que un militar le apunta con su metralleta y lo invita a largarse.
Llamo a mi compañía de taxis habitual para pedir que alguien, a ser posible armado, venga a recogerme al aeropuerto.
—¿María? –dice una agradable voz masculina al otro lado del teléfono.
—Sí, soy yo.
—Welcome to Lebanon!