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Mientras tanto'La fiebre' o las preguntas que Wallace Shawn se empeña en que...

‘La fiebre’ o las preguntas que Wallace Shawn se empeña en que nos hagamos


 

 

Le sigo los pasos a Wallace Shawn desde que vi cómo sacaba aguardiente y miel, deseo sin esperanza y digna resignación y vergüenza y cobardía y compasión y furia e inteligencia inútil y conocimiento de la condición humana y capacidad para ponerse en la piel del otro en su interpretación de Vania en la versión de Tío Vania que André Gregory llevó a un teatro desvencijado de Nueva York para que Louis Malle lo convirtiera en Vania en la calle 42 y al principio se filtraran las sirenas de la policía y los bomberos y los vasitos de poliuretano blanco y expandido con café de take away con el anagrama de I love NY con el love serigrafiado y comprimido en un corazón rojo en la función, con una verdad contemporánea e íntima, hasta que poco a poco nos íbamos olvidando de Manhattan y nos internábamosos en la decadencia de una hacienda rusa antes de la revolución. Le seguí siguiendo la pista cuando vi que era el autor de aquel Designated mourner que el mismo Gregory devoto de Jerzy Grotowski y el teatro de la pobreza había escenificado para un puñado de espectadores cada vez en un apartamento de la zona de Wall Street, una de las más tristes de Nueva York al anochecer, pero sobre todo los de los sábados y domingos de las postrimerías del verano, cuando el ladrillo se aviva con una cocción que Edward Hopper (a quien tanto admiré y a quien acabé dejando de admirar en Nueva York) supo adecuar a las gamas que propicia el sol poniente con las aguas del Hudson. Le seguí en Mi cena con André, esa película en la que Wallace Shawn y André Gregory comparten una velada en un restaurante de Manhattan que podría ser un restaurante francés de los que le gustaban a Georges Simenon o un restaurante portugués de los que le gustaban a Miguel Torga, y en la que hablan copiosamente de lo divino y de lo humano, pero sobre todo del teatro y del arte de la interpretación a través de una luz lúcida y macerada que nos permite sentarnos a su lado y beber y comer lo que ellos comen y beben mientras nosotros bebemos y comemos sus palabras. Ahora no recuerdo si llegamos a verle actuar en un teatro de off Broadway, aunque desde luego deseamos verle, como deseamos cenar con André, y desde luego intenté por todos los medios conocer a ambos, a Wallace Shawn y a André Gregory, con el falaz sueño de poder asistir a los ensayos de una obra de Gregory, aunque solo fuera para llevarle el café, poner el mantel del director de escena, sentarme al fondo, en la última butaca, en la más desmadejada silla de tijera, y sé que mi amigo James Salter –que también sentía devoción por ambos con la pasión de quien entiende para qué sirve y de qué es capaz el teatro- intentó que nos conociéramos, para que yo pudiera ponerme a su servicio. Pero era como si Gregory se hubiera desvanecido.

 

Luego vi una obra de Shawn cuyo título podría rastrear, pero no voy a hacerlo, en la que hablaba de la perversa fascinación que Henry Kissinger despertaba en algunas mujeres, bellas damas que el secretario de Estado astuto y sin escrúpulos cazaba entre negociación y negociación, entre informes de la CIA y lavado de manos, entre crímenes y bombardeos (que a veces son la misma cosa, aunque a diferente escala), cazador insaciable, el poder de la inteligencia, la seducción del poder, y los cadáveres que van quedando en las cunetas de la realpolitik y de la conquista de la carne, los estragos que quedan al margen, daños colaterales de la diplomacia y de la guerra cuando la fuerza acaba lo que las amenazas, las palabras, la persuasión y la amenaza no lograron, sacrificados al Moloch de la razón de Estado.

 

Hijo de William Shawn, el afamado editor que le dio verdadero fuste al New Yorker y que aceptó el envite de Hannah Arendt de ir a cubrir el juicio a Eichmann en Jerusalén y luego supo ver la originalidad y la valentía de la pensadora que acuñó la inquietante certidumbre de la banalidad del mal, tiene Wallace Shawn una especie de comezón ética que le carcome por dentro, que le pone en el disparadero, que le hace cuestionar su propio arte en cada personaje que encarna, en cada trama que urde, en cada escrito que pergeña. Como si fuera consciente de que también el teatro, nuestras elecciones, pueden convertirse en cómplices de un estado de las cosas al que nos hemos acostumbrado porque es duro resistirse todo el tiempo a la marea, negarse a aceptar que la historia ya está escrita, que la lucha no da resultados, que no hay nada que hacer contra el poder y sus artimañas, contra los paraísos artificiales y la fuga de la realidad y el apagón de la conciencia.

 

Con toda esa carga regreso a la Cuarta Pared para asistir a La fiebre, aunque también impulsado por el fervor que mi querido Marcos Ordóñez vuelca en sus reseñas teatrales cuando una obra le subyuga. Plasma Shawn las preguntas que los que se consideran biennacidos y cultivan una antigualla política y moral llamada conciencia se han hecho más de una vez en la vida, y que de vez en cuando, cada vez con menos insistencia, y desde luego con menos virulencia, se siguen haciendo, nos seguimos haciendo, ante cada decisión: en cuanto a los padres, los hijos, los amigos, el trabajo, el ocio, la política, todos los avatares de lo que constituye a fin de cuentas una vida. Se pregunta Shawn, le obliga a su personaje a preguntarse, ¿por qué no le doy todo? A un pobre, al otro, a una camarera que, trabajando las mismas horas que yo, o seguramente muchas más horas que yo, y en mucho peores condiciones, gana infinitamente menos dinero que yo, y jamás me alcanzará, y con toda probabilidad no abandonará su renglón en la existencia… Tal vez un hijo, el que obtenga una beca y tenga suerte y pueda desclasarse y demostrar con su admirable ejemplo que puede hacerse.

 

Con preguntas como esa me devuelve de un bandazo a África, muchas veces. Con preguntas radicales como esa, que se hizo Simone Weil con todas las consecuencias, Wallace Shawn construye una obra que a veces parece marxista y que tal vez lo sea, aunque en realidad no lo es. Porque en realidad no es más que una meritoria obra de teatro que Israel Elejalde interpreta con dosis de afiebrada verdad, acompañada por Alba Celma al violonchelo. Con esa forma de hacer frente a la fiebre, o a la mala conciencia, o a la vergüenza, o al desconcierto, a la fatiga, al hastío, nos toca la cara y la conciencia, a veces con la misma profundidad que un osteópata, o un naturópata, o más bien un urólogo cuando nos toca como nos toca cuando nos mete un dedo en el ano (o un policía expeditivo en un cacheo concienzudo), y por eso le aplaudimos con tanto ardor, como si nos quemara y supiéramos, narcisos masoquistas de la ideología perdida entre el serrín y la lejía, los anuncios luminosos y el extravío de esta época del mundo, que nos merecemos esto que nos pasa por no ser coherentes hasta las últimas consecuencias. Porque tiene un terrible coste serlo. La verdad, sea lo que sea, lastima, pero lastima mucho más dejar de engañase, dejar de buscarse excusas, pretextos para no hacer lo que es necesario hacer, para no decir no, para no decir sí, para aceptar la miseria de tanta renuncia por miedo a perder lo que ya hemos perdido. Y luego salimos del teatro después de aplaudir el valor de Elejalde y el valor de Shawn como si nada hubiera pasado, porque a fin de cuentas no era más que teatro, y nos vamos a cenar.

 

Del cuentista Antón Chéjov escribe el novelista Richard Ford en Flores en las grietas: “A pesar de la distancia y el tiempo, compartió con nosotros un mundo que conocemos y consideró un gran privilegio la oportunidad de redimirlo mediante el lenguaje”. Redimirlo mediante el lenguaje, ¿es eso lo que podemos hacer? ¿Lo mínimo que podemos hacer? Resulta bastante cómodo, sobre todo para los que nos dedicamos a esto. Te ensucias y te comprometes solo lo justo y necesario, pero ni un paso más, escribes artículos, posts como estos, convocas a otros a contemplar el mundo, a no dejarse engañar por las medias verdades, por las ideologías a medida, por todo lo que contradiga nuestros prejuicios, y así hacemos periódicos que están muertos antes de nacer. Pero ¿qué hacer, entonces?

 

La fiebre me trajo recuerdos de Après moi, le déluge (Después de mí, el diluvio), frase atribuida a Moubutu Sese Seko, el devorador del Congo, escrita por Lluïsa Cunillé. Como escribí hace tiempo, “la obra ofrece una insólita aproximación al saqueo de África desde la habitación de un hotel de Kinshasa (parecía el Intercontinental, desde el que se divisa el río Congo) con un africano de testigo mudo”. Una conversación entre una intérprete y un mercader, y junto a ellos la figura silenciosa, testimonial, en una esquina, como una sombra, de un negro sobre le que caían las consecuencias de la historia y por lo tanto de las palabras con las que se escribía la historia: tanto de la pieza de teatro que recreaba un mundo como el de la historia que trazan muy lejos y tronza pechos concretos, vidas concretas, esperanzas concretas.

 

La fiebre me trajo recuerdos del paso por diversos hoteles africanos (de Luanda, de Maputo, de Jartum, de Monrovia, de Kinshasa), de acciones y omisiones, de conversaciones, encuentros y desencuentros políticos y morales en lugares como Yamena y Mogadiscio, Nairobi y Kigali.

 

La fiebre me hizo pensar en las veces que me he preguntado si hacía lo correcto, si era suficiente, si no me había convertido ya en uno de ellos, en uno de los que han disuelto sus escrúpulos en un vaso de agua como si la conciencia fuera una aspirina efervescente. 

 

Dice Richard Ford en Flores en las grietas, su colección de ensayos, que “tanto el relato como la novela son lineales y están hechos de palabras, se proponer producir placer y aspiran a la belleza. Tanto el uno como la otra constituyen un tipo de narrativa y desean lograr que el lector vuelva a la vida renovado y con mayor conciencia de lo que el escritor juzga importante”.

 

¿Qué es lo importante? Es decir, ¿cuál es el sentido de la vida? 

 

 

 

Las fotogafías de Israel Elejalde y Alba Celma en La fiebre son de Bárbara Sánchez Palomero.

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