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En celo


 

Lo peor de que se ponga de actualidad alguna carnicería taurina es aguantar las justificaciones culturetas de quienes las apoyan. Vaya cruz. Que si la tradición, que si la antropología, la historia, la cultura, el arte, y toda esa eclosión supurante de Lorcas y Picassos y Goyas y Hemingways. Menos mal que los no-taurinos somos menos cultos, porque, a poco que indagáramos, descubriríamos numerosos e ilustrísimos contrarios —Balmes, Blanco White, Ramón y Cajal, Sorozábal, Unamuno, Benavente, Caro Baroja, Gala— que podríamos enarbolar para enfrascarnos en un debate imposible, tan aburrido como cobarde. Ya está bien de buscar en otros la coartada para nuestros vicios.

 

¿Por qué le cuesta al taurino reconocer que lo suyo no es más que una anomalía, una perversión como tantísimas otras que los humanos practicamos sin bombo ni subvención? ¿Por qué ese empeño en justificarla con letanías pseudointelectuales, poéticas y a veces casi místicas? Los vicios no hay que argumentarlos, se disfrutan y punto. El hecho de que las corridas de toros sean, de momento, legales y promocionadas, no les quita un ápice de su esencia maldita, chulesca, tabernaria, sangrienta. Ese es su punto. Es esa extraña altanería, capaz de mezclar nuestros peores instintos con el leotardo y la lentejuela, de revelar bajo el sol las más oscuras zonas de sombra del ser humano, lo que sin duda ha fascinado a muchos artistas. Pero coincidirán conmigo en que el hecho de que Goya pintara a unos franceses fusilando madrileños no significa necesariamente que estuviera a favor de semejante práctica.

 

El ser humano, a poco que se deje, tiende a volverse retorcido, perezoso y cabrón, es decir a darle vueltas a la cabeza, moverse lo mínimo y maltratar lo máximo. Eso lo saben bien los animales, que son precisamente lo contrario, sencillos, leales y vitalistas. Ayer tuvo lugar en un pueblo de Valladolid ese bodrio navajero del Toro de la Vega. Si uno es capaz de controlar el vómito al ver a esa lamentable panda de gañanes babear y correrse en los pantalones al clavar sus lanzas en un pobre animal con más derecho a vivir que todos ellos juntos, si uno consigue mantener cierta lucidez ante semejante esperpento, no tardará en descubrir que entre el matón en celo de Tordesillas y el taurino ilustrado de morro fino y cohiba no hay demasiada diferencia. Si me apuran, me quedo con la brutalidad límite, pero sincera, del primero. Se atreve a reconocer su malsano regocijo, su enfermedad, sin ninguna tesis doctoral que le refrende la bragueta.

 

Tengo varios amigos taurinos. Algunos más clásicos, otros modernillos, la mayoría insisten en lo del arte y la cultura, manejan bibliografía, esgrimen citas. Uno de ellos, harto ya de tanto teatro, me reconoció el otro día: «Lo sé. Los toros son injustificables, pero no puedo evitar que me gusten. Qué le voy a hacer. No encuentro una sola explicación racional para defenderlos, pero me ponen». Mi respeto. Todos tenemos nuestro lado oscuro, nuestra mitad bizarra. Comprobando lo que un ser humano es capaz de hacer a otro en una guerra, podemos comprender perfectamente que haya gente que disfrute viendo como torturan y acuchillan a un toro, ahorcando a un perro, degollando y abriendo en canal a un cerdo o fusilando a un elefante. Pero no busquemos coartadas culturales. No hace falta. El ser humano, en sí mismo, es una caja de sorpresas, llena a partes iguales de amor y mierda.

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