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Mientras tantoCincuenta años

Cincuenta años


 

La semana pasada me puse estupendo y amenacé con cerrar este espacio. Con irme de Twitter, con desaparecer. Qué tontería. «Yo creo que nunca se callará», decía por un lado mi lectora fiel. «No te vas a cerrar Twitter, y lo sabes», me decían por otro lado». Incluso me amenazaron: «Ni se te ocurra».

 

En realidad, no era más que un juego. Quería provocarte, que te desperezaras. Supongo que uno de los encantos de escribir es precisamente no saber quién está detrás de la pantalla; quién te leerá en el periódico, si es que alguien lo compra ya; quién vera tu libro esperando en una estantería y se lo llevará a casa. Pero siempre me quedo con las ganas de saber si te gustó lo que escribí, si te sugerí algo… Tengo comprobado que sólo respondes si te provoco.

 

Así que estaba dispuesto a seguir jugando. A punto he estado de publicar una entrada con menos palabras que un mensaje en Twitter. Algo así como: «Sigo pensando que debería cerrar el blog». Y entonces leí a Joan de Sagarra, ayer, en la Vanguardia: 50 años. Ahí va:

 

Cuando empecé a escribir mis crónicas dominicales, mis terrazas –el pasado mes de enero se cumplieron diez años–, ya avisé a mis posibles lectores de que uno de los principales protagonistas de ellas iba a ser yo mismo, y para justificar mi osadía, eché mano de aquella frase de François Mauriac, quien en su célebre Bloc de notes escribe: «La mejor manera de acercarse y acabar ganándose a los lectores (de un diario) es a través de uno mismo». Eso que, periodísticamente hablando, suena como una herejía, parece ser que en el caso concreto de Mauriac funcionó, y por lo que a mí se refiere, pues, la verdad, no me puedo quejar, a tenor de las muestras de simpatía, y también de antipatía, que a lo largo de esos diez años he recibido de mis generosos lectores.

 

Cuando Joan de Sagarra comenzó a escribir ‘La Terraza’ en ‘La Vanguardia’ yo seguía en el instituto.

 

Domingo tras domingo, todo ese pequeño mundo personal, a veces descaradamente íntimo, viene cocinado, con mayor o menor acierto, en función de una actualidad unas veces amable y otras deprimente y grotesca, con unas cucharadas de nostalgia (no necesariamente conservadora) y una pizca de ironía. Actualidad que pillo en la calle, en mi barrio, o en conversaciones con amigos (gente muy bien relacionada), o en los diarios (suelo zamparme media docena de ellos, preferentemente extranjeros) y en alguna que otra emisora de radio (poca tele y nada de blogueros). Y así vamos tirando.

 

Yo no paro de quejarme: no sé sobre qué escribir, no tengo tiempo, no…

 

«¿Y a santo de qué se le ocurre a usted contarnos todas esas menudencias que nos sabemos de memoria?», se preguntarán mis lectores. Pues, porque hace un par de días, ordenando unos viejos papeles, descubrí que este mes se cumplen cincuenta años del primer artículo (400 pesetas) que publiqué en un diario barcelonés. Publiqué uno, luego otro… y ya no paré. Cincuenta años escribiendo regularmente en diarios y revistas. Artículos, crónicas, editoriales, columnas, entrevistas, reportajes, breves… Y todo tipo de críticas: de teatro, de cine, de televisión, de libros, de cançó, de jazz, incluso de restaurantes (‘Come y calla’, en el ‘Ciero’). Diez años de artículo diario: en ‘Tele/eXprés’, ‘El Noticiero Universal’ y ‘El Correo Catalán’ (ya no existen), y treinta y tantos años escribiendo sobre teatro, del de aquí y del resto de Europa (con Strehler, Bergman, Brook, Grotowski, Kantor, Wilson, Vitez…). ¿Mis mejores recuerdos? El artículo diario en el ‘Tele/eXprés, mezcla de amor y odio: «Vivir en París», las crónicas desde mi ciudad que publiqué en ‘La Vanguardia’ (1979); los primeros años de crítico teatral en ‘El País’; y la época del ‘Por Favor y el Muchas Gracias’ (firmaba Sagarrota), con el Perich, Manolo Vázquez Montalbán, Juan Marsé, Martí Gómez…

 

Repito: no paro de quejarme. Digo que no sé sobre qué escribir y cosas parecidas.

 

¡Qué lejos queda todo eso! Sigo escribiendo mis terrazas como cuando escribía mis ‘rumbas’ en el ‘Tele/eXprés’: máquina de escribir Olivetti (Lettera 35), con un dedo y a menudo con un whisky. Sólo que no las escribo en el periódico, ni las llevo personalmente, ni las vienen a recoger en una moto (como ocurría en ‘El País’), ni las mando por fax: mi mujer pasa mis hojas al ordenador y las envía al periódico, al tiempo que, como buena periodista que es, corrige todos los disparates y alguna ‘collonada’ gratuita que deslizo en ellas.

 

Yo escribo en un ordenador que tiene una manzana, como mucho, con una Coca-Cola a mi lado. Nadie viene a recoger estas líneas. El botón ‘enviar’ se encarga de ello. Eso sí, ya no se las paso a mi lectora fiel antes de publicarlas porque me cohíbe. Me reprocha que de vez en cuando me meta en un lío. Leyendo a Sagarra entiendo por qué a veces soy un poco fachendoso.

 

Los tiempos son otros, empiezo a hacerme viejo y, encima, no salgo de noche (las noches, las del Jazz Colon, las del Pub de la calle Tuset, las de Bocaccio, las de… eran un paisaje familiar en las ‘rumbas’), pero la fórmula sigue siendo la misma: mezclar el mundo personal y los fantasmas con la actualidad. Sólo que no hace el mismo efecto hablar hoy del reloj –¡parado!– de la estación, la falsa estación de ferrocarril de Wolkowysk-Bialistok, en el campo de exterminio de Treblinka, que cuarenta y tantos años atrás cuando «un grupo de españoles» asistía en Madrid a un funeral «en memoria de Adolfo Hitler». Aunque, tal como está el patio…

 

David Gistau escribió en una columna que la crisis y los periodistas económicos nos habían robado la narrativa que sí tuvieron los periodistas de los años sesenta. Ahora todo es muy aburrido, me sigo fustigando.

 

No soy periodista por vocación, sino circunstancial (sin título oficial). No pretendo otra cosa que distraer y, a ser posible, alegrar con una sonrisa el desayuno de mis lectores. Casi nada. Al tiempo que procuro no sufrir una rotura de aforismo u otro eventual accidente profesional. Me considero un superviviente de un periodismo prácticamente desaparecido y, según afirman algunos, de escaso por no decir nulo interés. Soy un incondicional del papel, de la prensa de papel, lo cual, dicen, no resulta demasiado esperanzador.

 

Encima es eso, otra queja, ahora no nos dejan viajar a los periodistas, nos atan a la mesa. Los años buenos los disfrutaron otros, nos lamentamos.

 

El ultraliberal Jeff Bezos, el dueño del gigante Amazon, que acaba de comprar ‘The Washington Post’ a la familia Graham (demócrata de toda la vida) por 250 millones de dólares de su propio bolsillo, afirma que dentro de veinte años habrán desaparecido los diarios en papel. «Salvo, tal vez, como productos de lujo en algunos grandes hoteles que querrán ofrecerlos como una extravagancia a sus clientes», dice Bezos. Espero, vamos, confío en que no lo veré, que ya me habré convertido en fantasma. Aunque, a decir verdad, no me hubiese desagradado firmar la rúbrica de cócteles en el extravagante diario, en papel, del Ritz de París. Y contarles la auténtica, incuestionable, definitiva historia de dónde, cómo y cuándo me inventé el bloody mary.

 

Al abrir el folio en blanco pretendía enterrar el ‘¿Y si me callo?’. ¿Si Sagarra lleva cincuenta años dándole a la tecla, quién soy yo para rendirme cuando no he empezado a hacerlo? Esa iba a ser la conclusión. Pero he terminado acomplejado. ¿Quién me va a leer a mí? ¿Qué tengo que contar? Tampoco querría ver morir a los diarios. Dentro de cincuenta años no podremos decir que mandábamos los artículos en moto. El maldito mundo digital no tiene la narrativa de la petaca en la redacción.

 

La columna de la próxima semana sigue en el aire.

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