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Mientras tantoY si en vez de despedazar España nos fundiéramos con Portugal e...

Y si en vez de despedazar España nos fundiéramos con Portugal e hiciéramos de Lisboa la capital común…


 

 

 

Un poeta que canta tiene la pericia de acariciarte la sinrazón, que es lo que consigue por ejemplo el brasileño Vinicius de Moraes, que en su Antología sustancial de poemas y canciones canta:

 

A minha pátria é como se não fosse, é íntima

Doçura e vontade de chorar; uma criança dormindo

É minha pátria. Por isso, no exílio

Assistindo dormir meu filho

Choro de saudades de minha pátria

 

Se me perguntarem o que é a minha pátria, direi:

Não sei. De fato, não sei

Como, por que e quando a minha pátria

Mas sei que a minha pátria é a luz, o sal e a água…

 

 

Volver a Portugal es volver a las calzadas de cantería, miniaturas para que los pies aprendan a leer de nuevo la consistencia de un país que soñó tanto los océanos como España, pero que parece replegado sobre una conciencia atenazada por una economía que ha olvidado que «los gobiernos dependen más de los hombres que los hombres de los gobiernos». Así lo advirtió William Penn (1644-1718), defensor de los cuáqueros, quien promueve la emigración a América con un regalo de 120.000 kilómetros cuadrados en el Nuevo Mundo. En su Frame of Government (Marco de Gobierno) para su territorio, «que resulta ser la primera república plenamente democrática» (en palabras de Antonio Escohotado, que acaba de publicar el segundo tomo de su ambiciosísimo Los enemigos del comercio. Una historia moral de la propiedad, trilogía sobre el origen y desarrollo del movimiento comunista), propone algo que los tristes e ignaros políticos en quienes hemos depositado la gestión de nuestros bienes y nuestras vidas serían incapaces no solo de pensar sino de repetir: «El gran fin es sostener una autoridad reverente para con el pueblo, que le asegure contra el abuso de poder, de manera que las personas puedan ser libres mediante la obediencia justa, porque la libertad sin obediencia es confusión, y la obediencia sin libertad es esclavitud». Hablando de los shakers, recuerda Escohotado que «el comunismo norteamericano mantiene la igualdad sin lucha» y que «gracias a la propia diversidad y amplitud del experimento colectivista (…) en ningún país van a ser las comunas tan abundantes, duraderas y fructíferas». 


 

Los artículos se sueñan. Pero cuando saltamos a la página, sea táctil o de celuosa, sea de arcilla o de tinta simpática, tinta electrónica o china, el hilo de Ariadna que habría de llevarnos limpiamente a escribir con caligrafía impecable en el agua se desvanece, y con él el pensamiento, las palabras que estaban dispuestas a posarse certeras como las gaviotas sobre las dos columnas del Terreiro do Paço, precisamente en la lisboeta Praça do Comércio, donde todos, indígenas y turistas, visionarios y exégetas, melancólicos y soñadores se reúnen al atardecer, a contemplar cómo el agua del Tajo se va tiñendo de otras tintas. Allí soñé otra vez una solución que venía de lejos para los males de la Península Ibérica, una utopía política que ya soñaron otros antes, pero que acaso ahora nos vuelva a hacer pensar, al calor frío de los desafectos contemporáneos, de la ruina económica, de los gobiernos que nos dicen que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades, que el Estado de bienestar es insostenible y concienzuda y cínicamente se olvidan de para qué están ahí, de quién les ha elegido, de para qué han sido nombrados. 


 

Ahora que los nacionalistas catalanes, y agazapados los vascos, y más agazapados los gallegos, parecen estar esperando el momento en que el toro español doblegue la cerviz para catapultarse a la quimera de las nuevas naciones felices, nuevos Estados basados en la lengua, la identidad, el sueño de ser distintos, me saco del corazón y de la cabeza un banderín de enganche, una grímpola hecha de otro sueño, no lo dudo, pero acaso más racional, pues solemos considerar verosímiles y factibles nuestros sueños y quiméricos los ajenos. Recupero un viejo empeño ibérico: una unión en la que se vuelvan a fundir en un solo país España y Portugal, dos espacios ya tan trenzados por la geografía y la tanza azul de los ríos que nacen en el interior hispano y desembocan en el Atlántico lusitano. Pero con una condición sine qua non: que la capital del nuevo país europeo, más fuerte, pero más melancólico, fuera Lisboa. Ni Madrid ni Barcelona, sino esa ciudad blanca capaz todavía de imantar como una buena brújula. Una Lisboa capaz de enseñarnos otra forma de vernos en la condición de ocaso de toda vida y fantasía, de toda quimera que pretenda ser más siendo otro y levantando nuevas fronteras, pasaportes, economías, que no son sino nuevos quebrantos, formas de repartir lo escaso. Una Lisboa de la imaginación y de la duda, capaz de buscar la excelencia en el conocimiento, sin dejar de sabernos efímeros, mortales, hermanos en el nacimiento y en la muerte. Y que el Benfica y el Sporting de Lisboa participen de la misma liga que Cunqueiro y Pla, y que Pessoa y Eça de Queiroz, y que Pedro Rosa Menes y Rafael Chirbes, y que se suban a las gradas del Barça y del Celta de Vigo, de la Real Sociedad y del Villareal, y a los cafés sobre el talud, las vistas desde el hotel del abismo.

 

Portugalizar España, hacernos otros, menos estridentes, menos obsequiosos con la diferencia y más partidarios de la saudade, de la industria que confíe en la cordura de los ciudadanos, no en la maquinaria de los gobiernos, que en su afán recaudador, en sus interesadas mentiras, han logrado embaucar y enemistar a tantos. ¿Y por qué no, además, aprovechar ese impulso para fundar otra forma de hacer política, de buscar la riqueza no tanto en el mío como en el nuestro, eso que los más preclaros maestros portugueses y españoles se empeñaron en difundir y practicar primero aquí y después, cuando se fueron a América, como los cuáqueros y la Institución Libre de Enseñanza y como tantos hijos de esta península al sur de Europa, que ahora da bandazos como si hubiera perdido todo norte, estuviera noqueada para el futuro? ¿Por qué no dedicarnos a imaginar que es posible pensarnos de otra manera, empeñarse en un proyecto de vida en común que permita hacer un mejor uso del regalo que a fin de cuentas puede ser y acaso sea la existencia?

 

 

Volvamos a Vinicius:

 

Mi patria es como si no fuese, es íntima

Dulzura y ganas de llorar; una criatura durmiendo

Es mi patria. Por eso, en el exilio

Mientras miro dormir a mi hijo

Lloro de nostalgia de mi patria.

 

Si me pregunta qué es mi patria, diré:

No sé. De hecho, no sé

Cómo, por qué y cuándo mi patria

Pero sé que mi patria es la luz, la sal y el agua…

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