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Mientras tantoOtra tabla periódica de los elementos (II). Tragicomedia para un fin del...

Otra tabla periódica de los elementos (II). Tragicomedia para un fin del verano


 

Segundo acto

 

Naturalmente, somos demócratas. No es que seamos “tolerantes”, es que amamos al otro, incluso en cuanto apesta –¿fuma?-, en lo que tiene de abominable. Necesitamos la contaminación de su singularidad, la violencia de su palabra y su presencia. Somos así de atrasados, de milenaristas.

 

Claro que, por esto mismo, no creemos en la Democracia. ¡Por favor, esa ridícula promesa de administración transparente! Que además, desde el principio, ha cometido toda clase de crímenes contra unos humanos marcados previamente –¿les recuerda esto algo?- con el estigma del mal. Reconocemos que la fe es crucial en todos los campos, hasta para ligar. Pero, puestos a creer en una figura cenital, necesitamos cosas más reales, más simples e inmediatas. Algo así como el silencio o la amistad. O el odio, el amor, el llanto, la fuerza. Hasta el Dios de la vieja religión nos parece preferible a esta oferta policial de regulación que se llama democracia y se ha limitado a santificar una nueva y polimorfa obediencia.

 

Una nueva elite, continuamente alternativa. Bajo su reino, fijémonos en que nadie tiene sed. La sed: ¿sería demasiado bíblica? Todo el mundo ha cancelado su errancia –se ha actualizado- y ha fundado una pyme con su diferencia. Ha llegado a un estado civil, a una empresa del nombre propio y su correspondiente reconocimiento. Ha conquistado su logo y ahí está, con o sin subvenciones, ocupando un lugar bajo el sol espectacular de la oferta.

 

Personalización masiva, singularidades en red. Lo alternativo lo es frente al resto de alternativas que agotan el campo del reparto. Es solamente una marca frente a otra en la distribución policial de los nombres. Raramente lo “alternativo” incluye dentro de sí el alter por venir, el nomadismo, la búsqueda, una buena relación con la infancia. Se trata con frecuencia de otra minoría cristalizada, luchando por su trozo de pastel; consciente de sí misma, encantada de haberse conocido. Por el contrario, lo minoritario sería la variación mutante de cualquier mayoría, una maldición de la que siempre partimos y que hay que traicionar, una y otra vez, en errancia. De ahí que quien esté fuera –por honestidad, ambición u orgullo- de ese idiota reparto de mayorías y minorías sea obligado a volverse inestable, invisible, como un extranjero. Los nuevos marginales caen así en la labilidad de los que conviven con su vejez y su infancia; todos los extremos les tocan, como una sombra que les adelanta a su cuerpo y les impide tener una cronología.

 

¿Una prueba de que el planeta occidental está acristalado en sus alternativas es que la gente atraviesa los espacios –calles, metro, museos, ferias- con la mirada fija en un punto ilocalizable? Expresión de una libertad condicional: no se mira, se reconoce. No se mira más que lo que llega a la seguridad del aislamiento, preferentemente los mensajes en el móvil. Por tal razón, puedes circular impunemente, escudriñando a quien quieras –incluso en ferias alternativas de arte- como si fueras de otro mundo. Y nadie te ve. En medio de esta intensa luminosidad, nunca ha sido más fácil el camuflaje, volverse invisible. Simular la simulación es fácil. ¿Esto se debe a que el espectáculo social es una organización radiante de la ceguera?

 

Loado sea el oscurantismo triunfante. Ser artista, ¿no comenzaría hoy por tener una buena relación con lo clandestino? Ser un espía en este mundo y trabajar para un “bloque” hipotético, no reconocido por ninguna potencia.

 

Con esta posibilidad continua de triunfar y ser ignorado, aparecer y desaparecer, entrar y salir, estar presente y ser invisible, difícilmente el panorama podría ser más divertido. En medio de este integrismo de los nombres, un integrismo vacío propio de la sociedad del conocimiento, la posibilidad de provocar es lo más fácil del mundo. Prácticamente gratuita. De tarifa plana en más de un sentido, pues tampoco tiene ningún efecto.

 

Recordemos la atención flotante que ha de tener el nómada, en medio de este sedentarismo portátil, vagando entre los signos de la multiplicidad mundial de las mercancías. De ahí la legendaria alianza en el vidente –Sokurov, Malick, Loznitsa- entre percepción y teología. Metafísica y lascivia, tragedia y comedia. Quien busca lo que late entre, más allá de los muros invisibles de esta prisión traslúcida, lo ama todo y lo desprecia todo.

 

“Tú quisieras un mundo –decía Hölderlin-, por eso lo tienes todo y nada a la vez”. Pensándolo bien, no es tan extraño que el cáncer sea el azote de la época. A través de una miríada de pantallas, vivimos en cada hora mil ecos que taponan cualquier posibilidad real. Precisamente por esto se ha recordado que somos tan libres que no elegimos nada, ni nos comprometemos con ninguna vía. ¿Simulacro de acumulación contra el vacío? No es tan extraño que la metástasis sea el signo del momento, un “más allá del reposo” –sin meta- en el que hemos depositado todas nuestras esperanzas de huida.

 

Como versión monstruosa, el cáncer es sólo el negativo celular de nuestra velocidad de escape. Una sociedad que teme al silencio, que no puede pararse en el tiempo muerto, sólo tiene la esperanza de multiplicarse y correr. ¿Una mentira ha de ser tapada rápidamente por la siguiente? Ni siquiera hay mentira si no existe lo real y vivimos en una burbuja desde el principio secundaria. Así es el estado informativo; el cáncer es a los tejidos lo que la información es a las mentes.

 

Catolicismo social generalizado, apuntalado por la izquierda con Marx y Freud. No sólo en el evidente caso español, también en Francia y en Italia vivimos a la espera del milagro, del “efecto especial” que nos salve de la indiferencia; de la normativa que nos sujeta y su tedio, que cala hasta los huesos. Nuestras supuestas historias amorosas –o sea, el divorcio perpetuo como pareja– tienen algo que ver con esa creencia en el milagro. Así como nuestras esperanzas mesiánicas en el sexo, en las series televisivas, en el último escándalo informativo. Hace tiempo que tal o cual fenómeno alternativo ocupa el lugar de la Virgen María. Hay que creer, es cierto, creer en algo: Antonio Molina, Russian Red, Lenin, Žižek, Haneke, Tarantino u Obama. Ahora bien, ¿no sería conveniente revisar de vez en cuando nuestro santoral?

 

Mientras tanto, ¿qué es la comunicación, si el abismo entre unos y otros es insalvable? Todo acercamiento afectivo al otro crea histerias de reacción puritana –“Mi cuerpo, mi espacio”-, cuando no genera paranoias anticomunistas. De hecho, la simple oferta de colaboración, de compromiso “desinteresado” –de acuerdo, no hay nada desinteresado- crea sospechas. Se piensa enseguida: ¿qué querrá éste, lo de siempre? Tiene gracia, pues la paridad ha colocado al varón en la misma posición ursulina de la mujer moderna: “¿Qué querrá ésta, lo de siempre?”. Tampoco el varón actual quiere “compromisos”, sólo multiplicar los contactos. Con frecuencia, los que te “siguen” en Twitter sólo querrán convertir tu supuesto aislamiento solar en una estela.

 

Somos devotos obedientes del espectáculo social, por la derecha y por la extrema izquierda, porque el centro político es el pánico al silencio, la fe nihilista en que en el vacío no hay nada. Como el mensaje es el medio, toda la sociedad reza: por favor, que en el silencio y lo indefinido no sean nada. El silencio concentra todos los demonios, por eso tememos a los márgenes; al paro y la exclusión social; a lo durmiente, a lo que no se manifiesta. El culto al trabajo y a la actualización profesional –reforzado por la religión neoliberal y marxista de la economía- es el culto a la alta definición de los nombres bajo el dios global.

 

La ilusión de sociedad –aislamiento y conexión, individualismo y cobertura- es el opio del pueblo. Las redes sociales completarán la tarea para la cual las Iglesias son ya muy torpes. Nada funciona ya sin un poco de pornografía.

 

¿Qué hacer, pues? Trágate el silencio –es posible que en este punto a Marx le entre algo de sueño-, trágate una muerte que es anterior. Lo demás, incluidos estos destellos tardíos del verano, vendrá por añadidura. Frente a la muerte siempre somos jóvenes, todavía. Y esto no sólo por su inmensa ancianidad, sino por la dulce ignorancia a la que nos convoca. Benditos sean los mortales, de ellos es el momento fulgurante, la única forma posible de eternidad.

 

Sin embargo –sí, sin embargo: ya acabamos- desde los tiempos de Heidegger, la conminación a ser alguien –y no cualquiera- se ha acentuado hasta el infinito. Dado que carecemos absolutamente de amistad con el afuera, ahora habría que decir: “Sólo un diablo puede salvarnos todavía”. ¿Salvarnos de qué?, se pregunta el típico profesor universitario de filosofía, apoltronado en su neo-feudalismo ilustrado. Salvarnos de usted y de todos los salvadores, habría que contestarle. Salvarnos del horizonte mundial de la oferta para tocar por algún lugar el desierto, esa misteriosa suma total de nuestra independencia. Esa cifra, sin dígito, de todas nuestras posibilidades.

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