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Mientras tantoAl tren que es de sombras pero lleva al mar

Al tren que es de sombras pero lleva al mar


 

El teatro de la ventanilla del tren

 

Entre los teatros, el del tren, y más si se trata de uno de esos convoyes portugueses que han conseguido librarse de la funesta manía de la alta velocidad (sinónimo de máximo olvido), es el que prefiero, sobre todo cuando después de atravesar la frontera fluvial y fervosoramente inútil del Miño nos adentramos en otra hora, otra lengua, otra tristeza, y bajamos literalmente hacia Lisboa por el mapa de nuestros hábitos.

 

Entre los teatros, el de la ventanilla que va copiando penachos de maíz, bosques, caminos que se pierden en un recodo, chimeneas primorosamente pintadas, ensenadas, sol que acaba de descubrir la cal, un mar bravo que sirve de telón de fondo a la melancolía del verano que ya no es más que astillas.

 

Entre los teatros, los nocturnos, en los que se debaten sombras luminosas si nuestra butaca está a la orilla del camino; en los que se urden amores, crímenes, tramas si somos los que aplicamos las dos manos al cristal como si fueran paréntesis para que la luz del interior del vagón no nos impida asomarnos a la esencia de la noche.

 

Entre los teatros, el de esos coches-restorán portugueses que podrían avanzar desde Lisboa hasta Komsomolsk na Amure si no fueran tan estúpidas las fronteras, durante días y noches innumerables, con camareros que le han copiado a Cristiano Ronaldo hasta el desdén en la comisura de los labios, pero que parecen educados por príncipes del Renacimiento y tiran el café como si el tren estuviera a punto de desembocar en Milán y tuviéramos todo el tiempo del mundo para perderlo, soñar con una pensión vitalicia que nos permitiera leer toda la poesía que merezca ser leída desde Homero hasta Zbigniew Herbert.

 

Entre los teatros, el del tren, que busca el mar, que no se detiene en Aveiro porque a pesar de no ser de alta velocidad es un rápido que tiene prisa por llevarnos a nuestro destino, aunque no lo sepamos con certeza, no queramos saberlo, como la escritura que tantea en medio de la noche una salida a este bosque inmóvil de tinta china y expectativas.

 

Más que asomarme a los barcos con banderas de países ignotos o soñar con los largos expresos de la estación término, ¿cuál es en realidad el rostro cambiante del deseo? En las tardes de domingo de la adolescencia empecé a soñar con la fuga, escaparme de la casa enferma de mi ciudad natal, de lo que empezaba a ser, o temía llegar a ser. Y ahora que por fin podría embarcarme en ellos sigo sin hacerlo. Como si ya hubiera comprado el billete de retorno, cuando el sueño de entonces era como el de esta noche, que no importe la estación término, sino que sea una etapa de un camino que sea tan largo como el que atraviesa Siberia, la noche cobalto de Tanzania, tierras de América donde se habla español o idiomas que no se han extinguido pese al roce de la lengua con la desesperación.

 

Estación de tren portuguesa

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