Hay a quien la miseria ha zarandeado sin tiempo para aprender a tocar un instrumento. Se levantó una mañana y se sentó en un bordillo. De repente, mendigaba. A veces los vagabundos usan saxofones para dinamitar nuestra apatía. O flautas. O acordeones. O violines. Ser músico en la calle no equivale a ser indigente. Lo sé. Este arranque debía llevarme a una idea que ahora introduzco: en las últimas semanas he visto a tres personas limosneando en las aceras con un reclamo sugerente. En el cartón improvisado que explicaba de puño y letra su desdicha, indicaban su nacionalidad. «Español». Dudé si aquello otorgaba pedigrí a la súplica o si, al contrario, ensanchaba la desgracia. Pero no les pregunté. ¿Y los apátridas? Ayer a media tarde, un hombre orondo tendía su gorra en la plaza de Galicia de Compostela. Escuchaba música. No sé si era su manera de amenizar la colecta o si también la crisis le sacudió sin el pentagrama preparado. Yo acababa de comprar una revista en el quiosco. Al girarme cruzamos la mirada. Pero no supe leer nada en la suya.