—¿A ti no te huele como a marihuana…? Me pregunta obsesionada desde que sabe que su vecino del tercero, un señor maduro chií de 60 años, se esconde en la terraza a espaldas de su mujer para fumarse unos petardos que deben de dejarlo tan relajado como para afrontar una negociación entre palestinos y judíos.
—No sé… Digo yo, pensando que es más propio de españoles liarse unas trompetas de escándalo en las recepciones oficiales antes que de los trajeados gabachos de la Unión Europea.
La embajada de España ahora sí que impone respeto con esos dos arcos que han colocado a la entrada del palacio para asegurarse de que todos los que han entrado sin invitación no lleven armas. La legación iraní se marcha rauda a sus coches con los cristales tintados, sobria, de gris, sin corbata, sin brindar la más mínima oportunidad de disfrutar de un tete a tete irrepetible con ellos. Un teenager grafittero pinta con un spray un toro sobre un fondo rojo y amarillo. El chaval sabe cómo ganarse al público y dice hola todo enrollado mientras su manager explica que lo han traído en exclusiva, como a Paquirrín a un bolo en Fuengirola, para esa noche especial del 12 de octubre. El brillo de los flashes de los móviles me ciega, si el acto hubiese empezado una hora antes no habría cabida para tanto imbécil.
Nuestro militar al mando, enfundado en el traje que el zarevich Alexei se puso el día de su primera comunión rusa, deleita a las alumnas del Cervantes que quieren practicar el español en todos sus registros por el precio de una matrícula. Los recién llegados de la base de Marjayoun, hartos de cabras libanesas e israelíes con cara de mala hostia, ven el cielo abierto cuando una guerrera fenicia de inmensas y expuestas ubres les pide una foto. Ellos, tiesos, firmes, dispuestos a sacar el sable y lo que haga falta si su honor es puesto en entredicho, hacen gala de su caballerosa pitopausia interesándose por el credo religioso de la chica para no ofenderla al besarla. Pero no es tan complicado de saber… —Sólo mírale las tetas tío…-
La mayoría de los detritus hispánicus que hemos hecho acto de presencia parecemos únicamente interesados en lo bien que se siente uno apoyando las copas junto al bar. Líbano es un hogar temporal para los náufragos que aún podemos permitirnos no recalar con la quilla destrozada y haciendo aguas en España. Alcoverro, el viejo Alcoverro que también se pasea por allí, me recuerda cada vez más a este ajado Beirut que se ha ido cerrando sobre sí mismo, replegando de las miradas superficiales los tesoros de lucidez una vez entregados y ahora ocultos bajo el polvo. Para no estropearle el banquete a los fantoches.
La cogorza etílica es de tal dimensión que los propios demonios se escapan hablando en alta voz. Por alguna razón, hay unas líneas de Rimbaud que vuelvo a releer desde hace días:
«Si deseo un agua de Europa, es la del charco negro y frío donde, en el crepúsculo embalsamado, un niño triste, en cuclillas, suelta un barquito frágil como una mariposa de mayo”.
Quiero decírselas a él, que me escucha, que puede entenderme, como si con ellas alejara el temor a no haber nacido apta para la vida, incapacitada para vivir, como un pez sin aletas, como ese débil barco de papel que se creía destinado a navegar por grandes y espumosos océanos y terminará hundido en el anónimo charco negro de una insulsa ciudad europea. Ya no puedo librar batalla con esta armadura de palabras afiladas que solo me han desgarrado a mí misma, jamás me enfrentaría a la vida de no ser escudada tras las miles de mentiras y antídotos que necesito para reponerme cada día. Reponerme, sobrevivir, evadirme, huir, desilusionarme, dejarme llevar, enmascararme, entretenerme… los sinónimos, los sustitutos del engaño perpetrado por la gramática para disimular otro fantástico día más, aún no vivido.
Yo, como Nietzsche, quería antaño medir mi valentía por la cantidad de verdad que precisaba para sobrevivir pero hoy, en mi propia charca turbia de Oriente Medio, en mi aplastante inferioridad, en estos mares tan extraños en los que he encontrado algunas noches refugio, puedo incluso perdonar a esa niña triste y en cuclillas, convencerla de que su misión no era luchar. Solo atreverse, atreverse una y mil veces, a dibujar su propio mundo, empezar a jugar.