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Mientras tantoSospecha de la luz

Sospecha de la luz


 

Nubes como palios sobre su rizado: E. A. Poe. ¿Qué es la poesía? Volviendo a un libro reciente, ¿qué es una tarde gris que llega “como un vencejo”? ¿Y un amanecer “totalmente extranjero”? Cuando María Navarro habla de “beber a solas en el pezón del mundo”, ¿cómo debemos entender eso? La poesía no emplea metáforas buscando un segundo significado de lo real, sino una exactitud que sólo puede pretender la ciencia del ser único, eso irrepetible que ocurre en un momento.

 

Así es lo real, un niño que juega. De hecho, este mundo no iría tan deprisa si no presintiera a cada instante el vértigo de su caída. Cada uno de nosotros, por tal miedo de fondo, está muy ocupado. Vivimos ocupados en desalojar la incertidumbre, de ahí que cada minuto se cuente y las tecnologías numéricas hayan de cumplir su cobertura al instante. Hasta los tiempos de espera deben estar ocupados por imágenes o, como mínimo, por temas musicales que nos devuelvan a la economía, la religión social triunfante.

 

La humanidad reconocida siente miedo de lo que queda del día cuando la sociedad se ha ido. Conjurando este temor sordo, somos pluriempleados en el uni-vivir; estemos en paro o no, vivimos empeñados en que por ninguna rendija se cuele un “tiempo muerto” para el que ya no parecemos tener ninguna tecnología.

 

En el envés de esta cultura –si el capitalismo sobrevive, una y otra vez, es como cultura, culto de la opulencia que debe tapar el vacío- subsisten algunos momentos de verdad, también algunas disciplinas. Entre ellas, ejemplarmente, esa disciplina del instante que todavía llamamos poesía.

 

Con un corazón “un poco japonés”, el libro de María Navarro Sospecha de la luz (Málaga, 2012) pertenece a este género que desde hace milenios se ocupa de una verdad que apenas tiene lugar en lo que llamamos discurso. Pertenece a la esencia de las cosas que la ley del mundo no sea reconocida y la verdad haya de vivir a ráfagas, en el claroscuro de lo ocasional, mendigando las migajas de un escena. De ahí la leyenda que a pesar de todo inviste a lo minoritario, como si el diablo o dios sólo se manifestasen en los detalles, a través de las grietas. Los grandes acontecimientos, se dijo un día, se acercan con pasos de paloma.

 

En un imperio en el que la norma es que nadie esté a solas con nada, sino bajo la cobertura del contexto, respirar en la cercanía del tiempo y pensar directamente con los sentidos, “en orfandad”, se convierte en la actividad política por excelencia. Pero en un libro de poesía no se aborda precisamente un universo paralelo, garantizado como algo complementario al otro lado del espejo. Se trata más bien de algo que subsiste entremezclado con el día y capaz de precipitarse en cualquier momento.

 

De ahí un viejo temor, que vuelve, y dos actitudes frente a él. De un lado, la economía de las disciplinas mayoritarias, empeñadas en que el día se mantenga al margen de la noche y que el tiempo corra, protegiéndonos de ese rumor ancestral del silencio. De otro, algunas zonas dudosas que eventualmente se pueden colar en nuestra fiesta colectiva. Algunas disciplinas del instante que instintivamente buscar desactivar el mal entrado en él, dándole la palabra, dejándole tomar forma y ejercer su “labor de palio”, como dice María Navarro.

 

En un caso, la fluidez se consigue al precio de no querer saber nada del peso espacial del tiempo, de su espesor mudo. En el otro, es la propia gravedad de vivir la que genera un vuelo, como si las cosas fueran salvadas justo en lo irremediable caída. Tal vez por esta razón Sospecha de la luz apenas usa la puntuación, dejando que el propio flujo de las horas y las estaciones establezca el ritmo del sentido. Con un “rito de luces sesgadas” este libro de poesía emprende la vieja tarea de revertir el azar en bien. Lo infinitamente necesario ha de presentarse como “contingente”.

 

El libro de María Navarro vive en esta cercanía espectral, estableciendo un vínculo entre las oposiciones que resulta incomprensible en las escenas civiles donde la producción debe imponer su ley. Sospecha de la luz “engarza el sufrimiento”, intenta “confeccionar un traje a la medida del dolor”. Aunque hoy nos resulte increíble, esto se corresponde con una sabiduría en la cual solamente el desamparo puede brindar protección duradera. En el límite, somos salvados en el punto exacto en el que aferramos nuestra perdición. En el lenguaje de Sospecha de la luz, a través de una vida “engendrada donde muere el sentido”.

 

Trabajando su “instante de conchas”, la poesía de María Navarro se ocupa de nuestra desocupación esencial, levantando una épica con los añicos del cristal diurno. Siguiendo una tradición que no puede tener continuidad, Sospecha de la luz realiza un “recuento del vacío”, una contabilidad –sin cifra final- de aquello que apenas es más que nada, un algo que palpita cuando las luces se apagan. Tal contabilidad sin cifra es “anticapitalista” si entendemos, a la manera de Berger, el capitalismo como cultura. Polvo eras, de esa polvareda volverá tu fuerza.

 

¿Qué nos queda una vez que toda la salvación histórica ha desaparecido? Otra vez la existencia, con tal de que seamos capaces de ver alguna senda en el desierto, de amar el silencio de las cosas. Un “amor que sigue a solas celebrando sus liturgias”. Un amor que acaso sólo puede ser correspondido desde su propio impulso, autorizándose a sí mismo. En otras palabras, siguiendo “el deseo mismo de amar como destino”.

 

Se trata en la poesía, probablemente, de ese tipo de honestidad que habitualmente sólo se revela a las tres de la madrugada, con testigos de fiar. Aunque la poesía intenta sentar esa verdad en la mesa de la mañana: “Eran las cinco de la tarde / y el día aún no había comenzado”. Se resucita entonces una vieja sabiduría en la cual lo más sencillo es a la vez lo más difícil para nosotros.

 

¿Amistad por lo desconocido sin amigos? En una temblorosa proximidad con las horas, acariciadas como animales que te pueden pisar, la poesía emprende la tarea de volver a creer en lo visible. Toma lo real al pie de la letra, una noche que “está en el borde” de cada esquina. El milagro de lo real, entonces, una posibilidad que linda con lo que es imposible para nuestros instrumentos de medición.

 

Huérfanos “sin espejo”, amamos la simetría imposible de un doble del día que solamente se diferencia de la versión oficial en una variación milimétrica. Aunque crucial, pues un limbo donde se pueda respirar es el infierno diario percibido de otra forma.

 

De alguna manera de trata de repetir el día, como quien repite una lección imposible de memorizar, de volver a soñarlo con los ojos abiertos. De ahí esta preciosa idea de María Navarro: que “las manos envejezcan antes que el corazón”. Ese corazón, un poco japonés, que ha de encontrar el hilo de los segundos en medio del ovillo de la historia.

 

Después de cien batallas, “el destino era eso, un recorte en la arena”. Como dice un Libro del frío que probablemente le gustaría a María, llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua. Inventando el adiós en el instante, nuestros brazos deben ser metrónomos que repiten en cada momento la “retórica de todos los exilios” (18). ¿Pesimismo? En absoluto, la fuerza política del deseo. Sabiduría de esa infancia que nunca nos deja –es la crisis de cada edad- y que, un poco fatigada, llega por fin a sonreírte.

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