Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img

Judith

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

La foto de bodas con su marido como mirándome de frente fue una extraña provocación que más tarde descubrí que simplemente era una venganza. Judith, a la que al final pude atender tras la convalecencia de mi pene, aún padecía el abandono del hogar de su esposo, Larry, que tras aterrizar en Camboya decidió volverse literalmente loco juntándose con una camboyana de diecinueve años sin más atributos que su tremebunda juventud colmada de sangre fresca. No es el primer caso ni será el último, en donde un alto cargo bancario, con estudios diversos en las mejores universidades estadounidenses, capacidad idiomática e importante biblioteca leída y comprendida, decide coger la calle de en medio yéndose con alguien que podría pensar que Nietzsche es una casa de coches alemana. Y por ello, y siempre llegados a este punto, uno debe reconocer que no hay educación recibida, ni carrera acabada, que aguante la curiosidad que genera el saber si ésta o aquélla querrían acostarse con uno.

 

Judith colabora con una oenegé, en una clara demostración de que Camboya es el paraíso del cooperante, donde miles de ellos placen a sus anchas alojados en apartamentos de diseño donde por mucho que abonen –si es que no lo hacen por ellos sus propias empresas– nunca padecen económicamente lo que genera el residir en Londres o Nueva York. Judith, al menos, me reconoció que ella no estaba “salvando al mundo”, pecado tumoroso con el que cargan sus compinches que sin que les tiemblen las facciones te repiten una y otra vez que desde Superman nadie había hecho tanto por la humanidad.

 

Pero lo que me llamó la atención de Judith fue su apuesta por mi persona –dos semanas–, el único prostituto de una ciudad que palideció durante días gracias a una enfermedad sexual que pilló gracias a una clienta extrema. Judith, como buena americana, me obligó a ducharme y a plastificarme el miembro. Lo que nunca llegué a sospechar es el peligroso despecho con el que cargaba, que a veces lleva a las parejas a odiarse y otras tantas a matarse. Ella, viviendo en la misma ciudad que su marido, que debe pasear con aquella casi adolescente en actitud acaramelada, sólo era capaz de insultarle cada vez que le recordaba y de poner en ambas mesitas de noche fotos de su boda y de su retrato, mientras yo galopaba sobre ella con cierto resquemor por si aquella puerta de casa se hubiera abierto para dejar pasar al padre de familia en una broma que podría haber acabado en tragedia: no estaban separados; sino que le ponía hacerlo tomando ciertos riesgos. En un momento del polvo llegué a preocuparme por esa posibilidad por lo que me despegué para abrir el armario de un golpe seco. Y en él, afortunadamente, sólo ropa de mujer. Judith no había mentido. Sólo había envejecido. Y esa experiencia vital en Asia se transforma en rémora si eres mujer y aún deseas ser querida.

 

–¿Hijos?

 

–Ninguno. El muy cabrón es estéril, que no impotente.

 

Luego me hizo un zumo de zanahoria con apio, que para reponer fuerzas debe andar muy bien que no para maridarlo con una ración de sexo extraña en donde tuve que hacer uso del Cialis, que a fin de cuentas, es el seguro para que yo pueda cobrar y ella disfrutar.

 

–Oye, te quiero proponer una cosa.

 

–Dime Judith.

 

–¿Salimos a cenar como si fuéramos una pareja?

 

–¿Quieres a un chico de compañía?

 

–Quiero joder a ese desgraciado. Quiero ir de la mano contigo a los restaurantes a los que íbamos y que se corra la voz.

 

–Esto es demasiado fílmico.

 

–¿Cuánto?

 

–¿Cuánto ganas?

 

–6.000 dólares.

 

–¿Quién te paga esta casa?

 

–La oenegé.

 

–¿Querrás hacerlo tras la cena?

 

–Si nos lo encontramos lo haremos allí mismo, en el aseo; y si no, no hará falta. Aspersor, yo sólo quiero joderle. A mí el sexo no me importa demasiado.

 

–Muy bien: serán 150 dólares más la cena.

 

–Perfecto.

 

Negocio redondo, me dije. Porque además me llevó al The Yellow Snapper, un restaurante de moda donde según dicen cuidan de la materia prima. Lo que nunca pude llegar a imaginarme es que en un solo día, donde tendría que sumar los cincuenta dólares de la ración vespertina de sexo, me iba a sacar doscientos dólares que paliarían, en parte, las dos semanas y pico que había estado de baja por problemas en mi glande. Quedaba claro, además, que Judith, sin quererlo, estaba abriendo una nueva vía de ingresos en mi negocio, donde sigo siendo un novicio.

 

The Yellow Snapper es un restaurante de nuevo cuño en una ciudad paria. Por lo que sin quererlo les he dado los ingredientes adecuados para que comprendan que un bribón con aires celestiales se haya podido meter en el ojete, que no en el bolsillo, a todos esos cromos expatriados a nueve mil la nómina que transitan entre el camello y el chef creativo, cuando no entre el gimnasio y el camello otra vez, en este caso el encargado del gimnasio. Para empezar, y nada más tomar asiento, acepté que había más diseño que entretenimiento, con el miedo que genera un negocio en donde su puesta en escena es más visual que sensorial. Cuantitativamente todo era minúsculo. Como si la cocina creativa tuviera un tope de sesenta gramos de chicha por plato. Platos, por cierto, como ruedas de molino, que casi no cabían en la mesa. No sentí náuseas porque la comida no era abundante. Pero sí que soñé con la venganza de uno de sus ayudantes de cocina que dejando el gas abierto formaría una formidable explosión que acabaría con esa farsa de los chefs que se creen artistas cuando realmente son incapaces de leer y escribir y nacieron para trabajar los domingos y festivos.

 

–¿A ti te gusta este tipo de comida?

 

–No demasiado.

 

–A mí todo esto me parece una farsa. Es como si a la hora de pagar fueran a aparecer de una productora de televisión a preguntarnos cómo nos ha sentado la broma.

 

–Tampoco es para tanto. La lubina está buena.

 

–¿Y qué me dices del flan de guisantes? Me abruma tanta falsedad. Porque todo este circo consiste en elegir ingredientes básicos, cambiarles las formas, y venderlos en mono dosis, a cien dólares el bocado. Que cuando un restaurante invierte más en la vajilla que en la comida el cliente que de verdad sepa tiene todas las de perder. Pero mira a tu alrededor. Todos expatriados treintañeros. Toda la basura cooperante, diplomática y de las Naciones Unidas. Gente inexperta en viandas que creen que están salvando al mundo cuando sus mayores inversiones monetarias las enfocan en el camello y en este tipo de restaurantes, tan lejos de la realidad camboyana.

 

–Oye, que yo soy cooperante; y me siento orgullosa de ello. Sé que hay mucha mierda por ahí, pero no es mi caso.

 

–No me gustan las salchichas envueltas en algas. Esto es una gilipollez.

 

–Aquí sí que te doy la razón. ¿Qué sentido tiene esto?

 

–El sentido de la vida: ganar dinero de cualquier forma, estafar, y tomar a la gente por imbécil.

 

–Acabas de dar en el clavo sobre cómo es Larry. Eso y más. Porque aparte de un usurero y un falso, es un mujeriego que nada más verme algo mayor me ha dejado por una niña.

 

–Olvídate de Larry. Y sé crítica contigo. ¿Es que no viste, en los albores de vuestra relación, que algún día podría pasar esto?

 

–Dios nos pone antes las tetas que la comprensión. Y así es imposible.

 

–Eres creyente.

 

–Cada vez menos.

 

–No me querrás decir que tu separación de lo celestial ha crecido tras la marcha de Larry.

 

–Ya no sé ni en qué creer.

 

–Empieza por ti misma. Y ya verás como creces.

 

Casi doscientos dólares de cena en donde sólo el vino –un Pinot Grigio siciliano– me contuvo en mis evidentes intenciones violentas. Al menos hice como que me resbalaba para ver como el cenicero que había empujado a propósito con mi mano izquierda se reventaba contra el suelo.

 

–¿Quieres hacerlo?

 

–No, pero quiero dormir abrazada a alguien.

 

–Yo no soy alguien. Yo soy Aspersor, un tipo que sabe comer y que cobra por follar.

 

–Si mi Larry hubiera sido así…

 

Joaquín Campos, 22/10/13, Phnom Penh.

Más del autor

-publicidad-spot_img