El bar P. está en una de las calles transversales de la avenida Grand Concourse. No recuerdo el nombre de la calle. Es estrecha, no se extiende más de dos cuadras. Es un antro antiguo, con muchos detalles de madera–estanterías, muebles–que le regalan el aspecto de cantina célebre, acomodada para las tertulias, como se ven en callejuelas y plazas de Barranco y de Praga. El piso es de cuadrados blancos y negros, como una mesa de ajedrez. Allí, en una mesa circular de madera gruesa, rayada con las inscripciones, firmas y recuerdos, estaba sentado Marcelo. Le daba la cara a la puerta, rodeado por la brasileña Tatiana, por su hermano Alexei, compañero de viajes por Sudamérica; y por Antonio, compañero a quien no veía desde los últimos días del colegio. Por las puertas maltrechas, antiguas pero recién pintadas de negro, entraron los asesinos.
Eran tres y vestían de impecable terno gris. Cargaban las ametralladoras como si no les importara que los vieran. A Marcelo se le escapó una mueca grotesca mientras Tatiana daba de alaridos y Alexei se lanzaba a cubrirla. Antonio atinó a tirarse al piso y quedó tendido en diagonal sobre dos recuadros negros. Cuando terminaron de disparar, los asesinos corrieron hacia la calle y se perdieron entre los autos estacionados en las callejuelas paralelas. La policía nunca pudo explicar cómo tres hombres armados pudieron escapar sin dejar rastro en las calles ruidosas del Bronx.
El dueño del bar era un irlandés viejo llamado P. Pasada la conmoción de los balazos, ordenó cerrar, dejando solo a los amigos del muerto. Tatiana lloraba abrazada a su hermano, que miraba el rostro de Marcelo, como buscando alguna clave. Antonio intentaba recordar debajo de la sangre, al compañero de los últimos años de la secundaria. Tatiana y a Alexei no conocían al Marcelo que él conocía. Él se acordaba de un sujeto estudioso, con gafas de marco de carey. Nunca supo nada del Marcelo viajero.
Los hermanos Gil habían llegado a Newyópolis en un viaje que se había postergado más de una década. Marcelo había ofrecido varias veces, sin cumplir, regresar a Brasil para el carnaval. Estuvieron a punto de coincidir en un congreso siquiátrico en Lima que se canceló en el último minuto, debido a una crisis política. Luego había sido imposible ponerse de acuerdo.
Tatiana era alta y delgada. Su cabello era de un amarillo casi blanco y su piel de un brillante color naranja. Alexei llevaba el pelo hasta los hombros y la barba le crecía hasta el pecho, descuidada. Alexei y Tatiana eran siquiatras graduados y trabajaban juntos en el hospital más importante de Porto Alegre. Marcelo había mochileado por Europa y había terminado instalándose en los Estados Unidos, donde consiguió una plaza parcial de profesor de español en una universidad del Bronx.
Marcelo los recogió del Kennedy en su Fiat rojo. Le recordaba el auto con el que ambos habían recorrido las playas brasileñas bajo la consigna de “una playa distinta y una mujer para cada día del verano”, cuando eran dos adolescentes. Marcelo se enamoró de Tatiana al conocerla, la primera mañana de carnaval y Alexei se enamoró de la mejor amiga de Tatiana: Mirelle. Unos días después, Marcelo se despidió de Tache para regresar a su país, con un primer tímido beso en la boca. Los correos peruanos sellarían la suerte de aquella efímera relación, al perder el paquete de cintas de audio, videos y cartas que ella le preparó. Las cartas incluían una lista detallada de las groserías en el idioma portugués y de los lugares del mundo a donde le gustaría viajar con él. En la cinta grabada, Tatiana cantaba la canción Magdalena, la que tararearon a dúo caminando abrazados por la playa de Capao Novo el único sábado en que recibieron juntos el amanecer.
La noche anterior, Marcelo visitó a una amiga que daba a luz en una clínica de Manhattan. Ante su sorpresa, el ginecólogo encargado del parto era Antonio, amigo de Lima a quien no veía desde el colegio. “Voy a llevar a unos amigos brasileños al bar P. Quiero que los conozcas”, le dijo. Antonio llegó para la tercera ronda de cervezas. Agregaron una silla a la mesa pero a Tache le disgustaba el aire frío que se metía por la puerta del bar. “Marcelo, te cambio de lugar,” suplicó Tatiana. Tal vez ese cambio la salvó de morir con él. Minutos después, entraron los asesinos.
Tatiana y Alexei se quedaron dos días más para el entierro. Desde Brasil su madre les recordó entre sollozos que había vaticinado algo terrible para ese viaje preparado con tantos meses de anticipación. De Marcelo, ella solo recordaba la mochila gigante con la que llegó de la playa acompañada de sus hijos. Alexei y Tatiana hablaban con entusiasmo acerca del peruano que caminaba descalzo por las calles de Porto Alegre.
Alexei se lo encontró en Viña del Mar, regresando de Machu Picchu. Cargaba una maleta llena de baratijas compradas en Pisac y una guitarra vieja con la que interpretaba melodías aprendidas de un músico de Chincheros. Para Marcelo, Viña era la primera parada. Les dieron el mismo cuarto en el albergue juvenil, y la primera noche salieron a comer y a beber, con dos argentinos y un belga ecologista demasiado preocupado por la cantidad de servilletas que utilizaban para limpiarse: “Cada servilleta es un árbol que muere en el Amazonas”, decía. A las cuatro de la mañana, Alexei iba borracho por las calles de Viña, gritando la primera palabra que Marcelo aprendió en portugués: Buceta.
Viajaron hasta Foz. Allí se separaron porque Alexei tenía que alcanzar a unos amigos en Florianópolis y Marcelo quería conocer Río de Janeiro. “Ve a Río, pero no pases el carnaval allí. Llámame para encontrarnos en Florianópolis. De allí vamos en mi auto hasta la casa de mis amigos en el litoral de Porto. Vas a pasar carnaval con mi gente.” Marcelo vivió dos semanas en Río y luego partió hacia el sur. Se encontró con Alexei y se turnaron conduciendo el viejo Fiat hasta la playa donde Tatiana y Mirelle los esperaban. Tatiana lo ayudó a disfrazarse para el desfile. Marcelo marchó por las calles de Capao Novo disfrazado de brujo macumbero, repitiendo la melodía que Tatiana le enseñó. Ella iba al frente, como la reina del grupo. Quedan muy pocas fotos de ese carnaval. En una aparecen abrazados y sonriendo.
Durante el velorio, Antonio intentó una conversación profesional con los brasileños. Sin embargo, ésta siempre acababa en detalles, que no conocía, de la vida Marcelo. El entierro fue tenso, sobre todo porque la familia llegó desde Lima queriendo saberlo todo. Los hermanos fueron un poco hostiles. No bastó que Antonio les dijera que hasta un día antes ni siquiera sabía que vivían juntos en la misma ciudad, que el Marcelo que él recordaba era ese sonámbulo del colegio que vivía enamorado de Glenda. Querían saber si había visto la cara de los asesinos. “¿Llevaban el rostro descubierto? ¿Dijeron algo?” “Sí llevaban el rostro descubierto”, respondió. Y sin embargo, no se explicaba cómo ni él, ni los hermanos Gil, ni los otros borrachos del bar P. no habían podido ayudar en la elaboración de los retratos hablados. “¿Y dijeron algo? ¿Dijeron algo?” preguntó el hermano mayor, apuntándolo. Antonio no supo qué responder.
Acompañó a los brasileños al aeropuerto, y a los padres de Marcelo que le encargaron algunos trámites para la repatriación del cadáver. No durmió bien durante aquellas noches.
Dos semanas después, Antonio despertó a la mujer con quien dormía con los gritos que lanzaba desde una pesadilla. “¿Qué decía?”, preguntó Antonio. “No lo sé. Era como si hablaras otro idioma, algún idioma antiguo”.
Antonio se levantó más temprano que de costumbre y salió a caminar por Manhattan, por el malecón del río Este. Recordaba alguna de las palabras de sus pesadillas y la voz gutural proveniente de unas bocas resecas, de las gargantas detrás de unos cercos de dientes amarillentos. No podía estar seguro de todas las palabras pero sí de otro detalle que lo aterraba tanto o más que la posibilidad de conocer la frase que creyó haber escuchado esa tarde en el bar P. entre el ruido colérico de las metralletas: Veía en la pesadilla, delineados, casi como fotografiados, los rostros arrugadísimos y furiosos de las tres asesinas.