Lo ha contado en diversas publicaciones y entrevistas. Fue a comienzos de este siglo, en el aeropuerto de El Prat, esperando un vuelo, donde la profesora Rosa Navarro Durán tuvo su particular iluminación. Estaba leyendo el Lazarillo –libro sobre el que nunca había escrito– cuando cayó en la cuenta de que el último párrafo del prólogo no pertenecía al prólogo sino que era el comienzo del relato. Había un cambio de interlocutor: del prologuista (que presenta y justifica la obra a los lectores) al narrador (Lázaro de Tormes, que se dirige a “Vuestra Merced”). Estaba mal colocado.
Hay cuatro ediciones distintas de La vida de Lazarillo de Tormes, impresas todas ellas en 1554 (Burgos, Amberes, Alcalá y Medina del Campo), que reproducen una edición precedente que, a su vez, deriva de otra. Rosa Navarro concluyó que el salto indicaba que faltaba algo, por la ruptura del punto de vista y por la solución de los primeros impresores (que no separan el prólogo del primer “tratado” con la misma claridad del resto de los capítulos). Faltaba una hoja, que no podía ser otra que la que contenía, como era usual, el argumento, y que habría sido arrancada por la censura (la Inquisición prohibió una obra que fustigaba al clero y sólo permitió su publicación expurgada).
Francisco Rico, autoridad incuestionable en el estudio del Lazarillo, ya había llamado la atención sobre lo que denominó “el caso”, al que se refiere el protagonista al principio y al final de la obra: “Y pues Vuestra Merced escribe que se le escriba y relate el caso muy por extenso”. La profesora Navarro tenía la solución. “Vuestra Merced”, el destinatario del relato, es una mujer (hay una concordancia en femenino que nadie había señalado) que pide información sobre los rumores de la vida disoluta de su confesor, el arcipreste de la iglesia de San Salvador. Así, Lázaro de Tormes relata a “Vuestra Merced” su vida y andanzas “por extenso” hasta que llega al caso: el arcipreste está amancebado con una criada suya a la que ha casado, para cubrir las apariencias, con el pregonero (Lázaro), que acepta su situación y concluye: “Yo juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive dentro de la puerta de Toledo”.
El relato cobraba sentido y conducía al autor: Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas del emperador Carlos V, descendiente de judíos conversos y figura señera del erasmismo en España, que inspira su obra. La profesora Navarro, catedrática de Literatura española de la Universidad de Barcelona, había estudiado bien a Alfonso de Valdés, cuyos Diálogos nunca firmó y no le fueron atribuidos hasta fechas recientes, y estableció concordancias, coincidencias cronológicas y lecturas y temáticas comunes. El Lazarillo es, en definitiva, una crítica mordaz hacia los clérigos viciosos y sus mañas, y sólo se salva el escudero (para el que Lázaro llega a mendigar). Valdés era un cortesano y la confesión, una de las prácticas más denostadas por los erasmistas.
Rosa Navarro dio a conocer sus hallazgos en dos artículos publicados en 2002 en la revista Ínsula, y un año después editó el ensayo Alfonso de Valdés, autor del ‘Lazarillo de Tormes’ (Gredos). En julio de 2003 apareció un artículo vibrante de Juan Goytisolo en el suplemento Babelia de El País: “La importancia de una obra se mide frecuentemente en España por el silencio atronador que suscita. Se habla de ella en privado, se la descalifica en tertulia, se alude de pasada a su inconveniencia y aventurismo: quienes la admiran, callan, y sus detractores no exponen sus razones, si las tienen, por escrito”. Goytisolo defendía con su habitual virulencia una tesis que consideraba “difícilmente rebatible” y sostenía que la erudición a secas es insuficiente “si no va acompañada con una dosis de imaginación creadora”.
Resulta difícil calibrar el efecto que produjo el aldabonazo de Goytisolo en lo que llamó “las jerarquías establecidas del saber”. Rosa Navarro siguió aportando datos y en 2004 (hay reedición en 2011) publicó una edición del Lazarillo en la prestigiosa Biblioteca Castro que encabezaba la autoría de Valdés. Francisco Rico, por su parte, anunció una nueva edición del Lazarillo, que se hizo esperar. En 2008, Navarro declaró en una entrevista: “Estoy deseando que la haga, la espero con verdadero interés. Él es una persona muy inteligente, ha sido mi maestro, y solo a partir de sus investigaciones sobre la naturaleza del caso he podido construir mis argumentos. Espero que en esta nueva edición tenga en cuenta mi tesis, que no la silencie como otros colegas”.
No sería demasiado arriesgado afirmar que Rico domina hoy el panorama de los estudios filológicos como en su día lo hicieron, sucesivamente, Marcelino Menéndez y Pelayo y Dámaso Alonso. Su Historia y crítica de la literatura española (“al cuidado de Francisco Rico”) en nueve volúmenes –con otros tantos suplementos– es una obra monumental y esencial en la materia. Es un autor que se mueve en la polémica como pez en el agua y un personaje literario (Los enamoramientos, Javier Marías). Su artículo sobre los papeles de “Bárcenas” a la luz de la filología es antológico; con motivo de su edición del Quijote, declaró: “¡Cervantes lo hubiera hecho peor!”. Culminó su “Teoría y realidad de la ley contra el fumador” con la rotunda aseveración de que en su vida había encendido un cigarrillo, lo que fue contestado (a mi, desde luego, me ha dado fuego fumando en la escalinata de la Biblioteca Nacional).
En 2005, cuando arreciaban los fastos del cuarto centenario de la publicación del Quijote, fui a buscar a su hotel a Goytisolo, que venía a dar una conferencia. Además de manifestar su terror a salir a la calle sin ir bien pertrechado de paracetamol, me contó un chiste: “Si Cervantes viviera hoy sería rico”. Por fin, en 2011, se publicó la esperada edición del Lazarillo de Francisco Rico, con el sello de la Real Academia Española. Apenas una mención en nota a pie de página referida a la “miríada de publicaciones” de “mi antigua alumna y siempre amiga” Rosa Navarro, cuya teoría “ha sido acogida con entusiasmo por Juan Goytisolo y rechazada, entre otros, por Félix Carrasco, Francisco Márquez Villanueva y Antonio Alatorre”. Fin de la cita.
Si el lector (no filólogo), estupefacto por el rifirrafe en algunos foros especializados a favor y en contra (nada que envidiar a lo que sigue a un Madrid-Barça), está ya envenenado por la curiosidad de una de las disputas literarias más apasionantes de lo que va de siglo (nada que envidiar tampoco a una buena novela de intriga), es posible que busque los artículos de la troika que exhibe Rico. Encontrará el caso sorprendente de Alatorre, que confiesa que no ha leído dos de los libros de Rosa Navarro ni piensa hacerlo: “No dicen más que lo que hay en la introducción que estoy comentando” (sic).
Las razones aducidas por los antivaldesianos apuntan a que las correlaciones y huellas de lectura aportadas por Navarro no son concluyentes e insisten también en que el Lazarillo pudo ser escrito con posterioridad a la fecha de muerte de Alfonso de Valdés. Considerado el mejor prosista de la primera mitad del siglo XVI, secretario de Carlos V, veneraba a su rey, al que seguía como su sombra y al que defendió con determinación frente al Papa a propósito del Saco de Roma. Como si Jorge Moragas (en el PP se apuesta a ver quién encuentra una foto de un acto de Rajoy en el que no esté detrás) dedicara sus ocios a escribir la peripecia laboral de un trabajador precario que consigue un empleo público (aunque parece ciertamente improbable que Moragas sea erasmista).
Entre todos estos avatares y constantes ataques a la “corazonada” de Rosa Navarro, se hizo pública en 2010 una nueva autoría, la de Diego Hurtado de Mendoza, una atribución que había alcanzado fortuna en el siglo XIX. La historiadora Mercedes Agulló descubrió unos papeles de Hurtado de Mendoza con correcciones para la impresión del Lazarillo. Tal vez escaldada, tituló su libro con cautela: A vueltas con el autor del Lazarillo (Calambur). Esta tesis ha sido defendida por Pablo Jauralde y cuestionada, en fronterad, por José Luis Madrigal. Pero por muchas vueltas que le demos al autor, La vida de Lazarillo de Tormes es, como dice Rico, “la mayor revolución literaria desde la Grecia clásica: la novela realista”.
Y una obra de una actualidad pavorosa que, a mi parecer, merece una lectura siguiendo la senda de Rosa Navarro, aunque hoy parezca preterida (la Biblioteca Nacional afirma en su catálogo de la edición de la Biblioteca Castro: “erróneamente atribuida a Alfonso de Valdés”). La hipótesis de que se trata de una declaración para responder a una dama cuyo confesor comparte el lecho con la mujer ¡del pregonero! otorga a la ironía anticlerical que destila el libro todo su sentido. Lázaro de Tormes responde además a la pregunta que tanto nos preocupa sobre cómo vamos a salir de la crisis: cornudos, contentos y dando las explicaciones al poder que hagan falta para conservar el empleo.
El martes pasado Rosa Navarro presentó en la Biblioteca Nacional su libro Cien palabras (Edebé), un pequeño “Diccionario de Autoridades” dirigido a los jóvenes lectores con textos de autores del siglo XX y XXI que contextualizan el centenar de términos. “Yo me dedico a descubrir secretos de libros del siglo XVI”, dijo a los niños de los colegios que asistieron al acto: “Lo malo no es encontrar el secreto, lo malo es que los demás reconozcan que lo has descubierto”.
Mantuve con ella una breve conversación:
—Quería darle las gracias porque usted me ofreció una nueva lectura del Lazarillo.
—No vea cómo le agradezco esas palabras.
—Estará usted cansada de polémicas.
—Un poco, sí.
—¿Ha pensado en dejarlo?
—Jamás. No abandonaré el tema nunca y seguiré luchando. ¿Cómo voy a renunciar a algo en lo que yo creo?
Portada de la edición de Burgos.