Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoHuevos donde no hay gallinas

Huevos donde no hay gallinas


 

 

 

“…y recordé aquel viejo chiste, aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina.

Y el doctor responde: ¿Pues por qué no lo mete en un manicomio? Y el tipo le dice: Lo haría, pero necesito los huevos.

Pues, eso más o menos es lo que pienso sobre las relaciones humanas, saben, son totalmente irracionales y locas y absurdas, pero supongo que continuamos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos. (Annie Hall, 1977)

 

Es, probablemente, la escena de película que he visto más veces: el final de de Annie Hall. Lo he visto más veces incluso que el de El príncipe de las mareas, y eso es mucho decir. Pero nunca me cansó de ver a Woody Allen enamorado de Diane Keaton. Nunca. Y esa frase tan genial del final de Annie Hall me acompaña allá donde voy: nunca perdemos la ilusión de que aparezcan huevos de la nada. Aunque no haya gallinas. Cosas más raras se han visto, ¿no? Y esa es la lógica absolutamente maravillosa y genial de las relaciones humanas. La de la esperanza. La de la ilusión, incluso.

 

Siempre he sospechado que mi amor por los psiquiatras procede de Woody Allen. Es cierto, que luego ya vi In treatment y creo que el mérito se lo deberían repartir entre él y Gabriel Byrne, ese hombre tan comedido con el que me hubiera gustado tener un par de conversaciones profundas. Y tomarme un par de vinos también, para qué engañarnos. Sin embargo, el amor definitivo lo selló un psiquiatra de carne y hueso. Un médico que fumaba pipa tras una mesa custodiada por un busto de Sigmund Freud y por una figurita de papel maché de Woody Allen. La verdad: en pocas ocasiones he vuelto a estar tan bien acompañada. El psiquiatra no accedió a ser mi médico –creo que no llegué a tener los suficientes problemas- pero sí se convirtió en uno de esos interlocutores con los que tenemos la suerte de cruzarnos en la vida. A menudo hablábamos de Woody Allen, pero sobre todo acabábamos enredados en diatribas en torno a esas lógicas tan extrañas que guiaban las relaciones humanas. Sobre todo entre hombres y mujeres. Hace años me asombraba de que hubiera tanta gente que esperaba huevos de gallinas imaginarias. Ahora me asombro menos. Aquel psiquiatra, que con el tiempo se convirtió en amigo, me lo advirtió: con los años uno llegaba a comprender las cosas más inverosímiles. Qué acertado. Como cuando me preguntaba, después de que le hubiera enumerado todas las virtudes de mi noviete de turno, esa misma pregunta que hoy sigue dando vueltas por aquí: ¿te ríes? ¿te hace reír? Y si le decía que no, me contestaba Mal asunto… Mal asunto. Lo decía dos veces, por si con la primera no me había bastado.

 

Hace poco leí Cosas que los nietos deberían saber y me reí. Me reí mucho. En una escena, el protagonista, que es el propio autor, Mark Everett me hizo pensar en este asunto extraño de las relaciones. Contaba que a lo largo de su vida había quedado demostrado que si estaba en una habitación, y en esa habitación había una persona capaz de convertir su vida en un infierno, la encontraría enseguida y empezaría a desear que se pusiera a hablar con él. Empezaría a sentirse como si hubiese encontrado la pieza que le faltaba a su puzzle hasta acabar fantaseando con los nombres de los niños que tendrían en común y con tumbas contiguas en un bonito y cuidado cementerio. Quise llamar a Mark Everett (siempre me faltan los teléfonos en el momento más necesario) para decirle que no se preocupaba. Que si era capaz de reírse de eso no era tan grave. De paso, quise darle las gracias por haberme hecho reír a mi también.

 

La risa. Está demostrado que cuando sonreímos se activan 16 músculos. Cuando fruncimos el ceño, 47. Aunque sea por economía, deberíamos sonreír más. Lo leí en una entrevista hace poco y pensé que probablemente, cuando reímos, cuando nos duele la cara de tanto reír, debemos activar muchos más músculos. Pero de los buenos. No de los de fruncir el ceño. Sí. Reírse bien. Eso es importante.

 

Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que vi Annie Hall. Han sido unos años en los que he aprendido que a los dieciocho todo nos parece inconcebible y que a los treinta todo deja de serlo tanto. La juventud es a veces un tiempo de términos absolutos. Porque todos –yo la primera- hemos acabado teniendo la sensación de mantener a una gallina imaginaria por si nos da huevos. No vaya a ser. Aunque cuando eso me ocurre vuelvo a esa consulta con esos tres hombres maravillosos –Freud, el psiquiatra y Woody Allen- y escucho esa pregunta de nuevo ¿te ríes? ¿te hace reír? Porque no tengo ninguna respuesta con respecto a la irracionalidad de las relaciones. Tampoco Woody Allen o Mark Everett la tienen. Solo sé que son menos irracionales si la persona que tenemos al lado nos hace reír mucho y bien. Ya lo decía Víctor Borge: «la risa es la distancia más corta entre dos personas».

 

 

Más del autor

-publicidad-spot_img