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La casa de la portera abre sucursal e invita a William Shakespeare a mirar a los ojos al capital


 

El miércoles se ha convertido en ceniza, como algunos sueños concebidos al calor de la codicia. La madrugada ha empezado a despejar las avenidas, el parque está cerrado a cal y canto, los que pasan frío porque viven en la calle y los que no lo pasan porque disponen de viviendas confortables como esta en la que escribo cuentan de qué va la vaina de la noche de manera diametralmente opuesta. Por lo que a mí me toca, y a pesar del cansancio, de las cervicales que gritan en arameo y por eso no las entiendo, no quería acostarme sin compartir la mala conciencia de haber dejado pasar la integridad del miércoles, que no era de ceniza, por cierto, sin haber cumplido con mi estajanovista de guardia. El blog sin perro, la caseta sin dueño, el día barrido por el cierzo y otros meteoros. 

 

 

Cuando me acercaba al número 48 de la calle de Huertas me temí lo peor. Otra vez me había vuelto a equivocar: de dirección, de día, de hora, de función. De vida. A medida que me acercaba no había el menor signo de que en esa finca estuviera a punto de inaugurarse una pensión, de estrenarse una obra de teatro. Ante la puerta de entrada, nada. ¿Nada? Un momento, un puñado de gente se traslucía, siluetas bañadas con una suave luz rojiza como de revelado, esperando en el descansillo y en el tramo de escalera que conducía al primer piso. Ah, teatro clandestino. Una pandilla de conspiradores. Treinta y cinco, o treinta y cuatro, para ser más exactos.

 

Los artífices de La casa de la portera habían decidido ampliar el negocio inmobiliario y abrir una pensión en un estratégico salto hacia el poder desde el desdén, el cariño, la inteligencia, la corrosión y la velocidad de los que tienen todo el tiempo del mundo para perder y para leer, para resucitar haciéndole el boca a boca a un tal William Shakespeare, meterlo en la cama de la inteligencia y volverlo a presentar listo para boxear, para dejarnos sin aliento, para permitirnos dotarnos de argamasa intelectual para luchar contra el fin de la historia y todos sus corifeos. 

 

He vuelto hace unas horas de la calle. Fui el segundo en salir, le dije adiós a José Martret, tras darle la mano y la enhorabuena, bajé toda la calle Huertas casi deshabitada, pasé ante la mole tenebrosa del extinto diario Pueblo, crucé el Paseo del Prado sin sombras alargadas de Guindos ni de Montoros ni de Werts ni de nadie, enseguida vino el 27, y en Cibeles hice transbordo al 20, que me dejó a las puertas de un Retiro que respiraba como un gran corazón mecánico, sordo, húmedo, vital. La ciudad se preparaba para el sueño mientras yo recorría el bulevar central de mi nuevo barrio, la calle Alcalde Sainz de Baranda. Pasé ante uno de esos bares modernos que son un monumento al absurdo, la demostración palpable de que nos merecemos la extinción: un espacio protegido, con paredes de plástico molón, quemadores de gas y asientos con mantas que imitan a pieles de osos polares: para que podamos disfrutar casi a la intemperie de alcohol y humo en pleno invierno, mientras otros se mueren literalmente de frío por no poder pagarse una casa o una casa con calefacción. Son los mismos que dirán que no tienen nada que ver con Dick Cheney, aquel vicepresidente de Estados Unidos del segundo de los Bush que llegó a la Casa Blanca, y que decía que nadie le iba a decir a su país cómo tenía que vivir, qué podía gastar. A nosotros tampoco. Porque nos lo podemos permitir. No hay ninguna caución moral, ¿no? ¿Acaso no pagamos religiosamente el precio del cubata y la calefacción a la intemperie? No hacemos daño a nadie. ¿O si lo hacemos? Nuestro modo de vida tiene efectos sobre la realidad, y si no somos capaces de vivir como pensamos acabaremos pensando como vivimos. 

 

Con MBIG (Mc Beth International Group), una versión libre y al mismo tiempo muy fiel de Macbeth, obra de José Martret, que también la ha dirigido, abrió ayer el nuevo espacio de La casa de la portera. Ellos lo cuentan así: “Se trata de la casa de una de las grandes estrellas del cabaret de principios del siglo XX: La Bella Chelito, la primera mujer española que fue empresaria teatral”. Fue ella la que se hizo y gestionó el Chantecler, hoy ocupado por el Teatro Muñoz Seca. “La película de Sara Montiel La reina del Chantecler está basada en la vida de La Bella Chelito, la mujer que hizo famoso el cuplé La pulga”. En honor a ella y a ese clásico del género, Martret y Puraenvidia han bautizado el nuevo local como La pensión de las pulgas.

 

 

Puraenvidia ha vuelto a dar rienda suelta a su imaginación para convertir el primer piso de la finca número 48 de la calle de Huertas en la sede (de momento. Habrá otras empresas, otras obras) de Mc Beth International Group, es decir, MBIG, que ayer celebró su primera sesión de puertas abiertas. Para que viéramos en carne viva cómo es la vida en una empresa que no tiene escrúpulos a la hora de ganar para triunfar, para sacarle partido al mercado libre, para derramar riqueza y que el asalariado tenga donde ganarse el sustento para poder comprarse una alfombra o una mantita que parezca de oso polar, y hasta un cubalibre de vez en cuando en un bar que tampoco tenga escrúpulos morales aunque sus dueños se sientan progresistas y amen el rock and roll como el que más.

 

Francisco Boira compone un Macbeth contenidamente atormentado. Gracias a la cercanía que las tres habitaciones de La pensión de las pulgas pone al servicio de los inquilinos amantes del teatro podemos respirar el mismo aire, compartir la pasión hasta rozarse. Este es un teatro en primer plano, un teatro que destroza la cuarta pared, que mete al público en el espacio vital de los actores, y a estos en el espacio vital del público, en una promiscuidad inquietante. Estaba sentado a su lado, junto a la puerta, mientras se reconcomía por haber aceptado el envite que le había lanzado, como un desafío a su hombría, su propia esposa: acabar en su propia casa con la vida del rey Duncan para ayudar así a que empezara a cumplirse la profecía de las brujas, que sería rey. Ah, las brujas, Maribel Luis y Rocío Calvo, uno de los grandes hallazgos de esta puesta en escena que no lo parece siéndolo tanto. Dos señoras de cafetería capaces de asesinar con la maledicencia, dos perras que gimen con sus trajes de chaqueta y collares de vueltas. Agentes de festejos turbios de una ambición que busca el éxito sin temor a mancharse las manos de sangre, pero que acaba desembocando en la culpa que reconcome al matrimonio de asesinos, que jamás lograrán quitarse las manchas de sangre de sus manos, hasta acabar en fracaso cuando todo un bosque de Birnan se ponga en marcha, como de forma tan lúcida como enigmática le pronosticarán las brujas a Macbeth cuando, desesperado, vuelva a ellas, y en el interior de una sopera lean ellas su infausto porvenir.

 

 

El aire que respiramos, los gestos que contemplamos a veces a diez centímetros del actor que los ejecuta, o la forma en que los Macbeth se devoran en un acto sexual digno de mantis religiosas en celo en una cama redonda, con la furia, con el hambre, con la desesperación de quien ya ha urdido el crimen en su mente para lograr sus propósitos. El Macbeth de Francisco Boira está visceralmente secundado por una lady Macbeth a la que Rocío Muñoz-Cobo proporciona una intensidad que parece templada al acero, hasta que los remordimientos empiezan a agrietarla hasta dejarla hecha una piltrafa en la bañera de la muerte. Hay más de una genialidad en esta versión tan libérrima como fidedigna hecha a medida de nuestra época, y es la Camelia de Inma Cuevas, nuestra anfitriona en esta visita a los intestinos brillantes de una empresa que reluce como relucen las grandes superficies de acero y cristal hasta que entramos en sus salas de máquinas, donde toda ética es un lastre que impide seguir comiendo carne cruda y prosperando, siempre entre trajes bien cortados y camisas crujientes de bien planchadas. Su escena cumbre es cuando se desata en la sala del banquete, entre espejos, cuando canta y baila en una explosiva versión de Pet Me Poppa, contrapunto a la aparición del fantasma de Banquo (notable Daniel Pérez Prada), que acaba desbaratando la gran fiesta que Lady Macbeth había preparado tras la coronación de su rey.

 

Tras pasar tres noches en La casa de la portera escribí que habían comenzado la perforación de las murallas que rodean nuestro mundo, que pretenden perpetuarlo. Sus armas son las mismas que empleaban en su primer local de ensayo de un teatro que nos deja literalmente asombrados: la inteligencia al servicio de la belleza, el humor al servicio de la lucidez. En este caso han contado con un cómplice que sigue desafiando el paso de los siglos. William Shakespeare sigue siendo un autor revolucionario: su pólvora es de una inteligencia fulminante. La pensión de las pulgas. Un hito en la historia del teatro español. Pasen y vean y luego no se callen. Este teatro sí puede empezar a acabar con la miseria política y moral que nos rodea.

 

 

 

Fotos: © Jesús Ugalde

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