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Mientras tantoLlaves que no abren

Llaves que no abren


 

 

 

«Life is rather like a tin of sardines -we’re all of us looking fot the key.»

Allan Bennett


Eran las dos de la mañana y las calles de Madrid estaban llenas de basura. Hacía frío: todos sabemos que este año el invierno ha llegado sin avisar. Estaba en casa de unas amigas y, como había decidido volver antes a casa, me habían dejado unas llaves. Así que llegué al portal e introduje la llave en la cerradura. ¡Tachán! No abría. Bien, Laura. Muy bien. Lo intenté de nuevo. Rien de rien. Si hubiera tenido batería en el teléfono no habría habido ningún problema. No entra la llave, ¿en qué bar estáis? Ok, me acerco. Pero no tenía batería. No papá, no me sabía tu número de memoria. Y:  no, mamá, el hotel de enfrente tiene como seis estrellas y la habitación vale 300 euros.

 

La llave no abría. Al principio pensé que era yo la que lo estaba haciendo mal. Se supone que las llaves siempre abren, ¿no? A mí, que nunca se me ha dado muy bien esto abrir las puertas, siempre me da la sensación de que cuando una llave no entra, es que lo estoy haciendo mal. Así que estuve un buen rato forcejeando con la puerta. Aunque supiera que no me iba a abrir, aunque supiera que, efectivamente, esa no era la llave. Después de un buen rato y habiendo descartado la opción del hotel de enfrente, me dediqué a llamar al interfono de todo el bloque de vecinos a ver si algún alma cándida se apiadaba de mí. Tuve suerte. A los pocos minutos, un buen hombre me dijo que no me preocupara porque bajaba a abrirme. Y así lo hizo. Apareció un viejecito entrañable con un chándal de lo más ochentero y me abrió. ¿Te has quedado sin llaves, eh? Ahora espero que la llave de arriba te abra. Y esa sí que me abrió –uf-. Cabreada, con frío y con rozaduras en las manos después de insistir tanto con la maldita llave, me fui a dormir pensando lo extraño que es que a veces insistamos tanto cuando ya sabemos que la llave no abre.

 

El tema de las llaves me recordó a esa película –tan sensiblona- basada en la novela de Jonathan Safran Foer, Extremadamente claro e increíblemente cerca. Pensé en aquel chaval tan listo que a la muerte de su padre, encuentra un sobre con unas llaves y se pasa la película entera intentando averiguar lo que abren. Supongo que las llaves siempre son sinónimo de algo cerrado. Porque la vida está llena de puertas. Hay que recordar, sin embargo, que lo que no es una puerta es un muro. Y los muros… bueno, ese es otro tema: para los muros no hay llaves que valgan. Porque el otro día aprendí –frente a esa puerta de Madrid- que una cosa es tener una llave y la otra, muy distinta, es tener la llave. Y suena a tópico, a autoayuda. Lo sé, pero es verdad.

 

El problema es que pensamos que en el bendito y redondo mundo de los objetos, las llaves siempre abren. “Si quiere una garantía, compre un tostador”, decía Clint Eastwood en El novato. En el mundo de los electrodomésticos, de los objetos incluso, las cosas siempre funcionan como deberían. Ponemos el agua a hervir y hierve. Enchufamos la plancha y se calienta. Tenemos una llave y abre. Y si no, hay hojas de reclamaciones y garantías infinitas. Pues sí. A veces pienso que me gustaría vivir en el pacífico mundo de las lavadoras. Ese mundo en el que siempre pasa lo que tiene que pasar. Porque en el nuestro está claro que no es así.

 

No quiero ponerme metafísica que ya me estoy viendo. Pero claro, cuando una llave no abre a las 2 de la mañana en un Madrid helado, a una se le ocurren cosas. Se le ocurre, por ejemplo, que en otras ocasiones no habrá un viejecito con un chándal ochentero. Tampoco un interfono. Ni vecinos. Y claro, ese es el problema de las llaves que no abren.

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