Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoContar hasta diez

Contar hasta diez


 

 

«Las palabras…Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tantos ser raíces”. Pablo Neruda, Confieso que he vivido

 

Julio Cortázar decía que algunas palabras estaban enfermas. Cansadas. En una conferencia –llamada justamente ‘Las palabras’–hizo referencia al uso del lenguaje y a los términos que utilizamos tan inconscientemente, tan en vano, como si no fueran más que moldes de usar y tirar. Cuando escucho algún discurso político –algo que intento hacer las menos veces posibles, como se ve en este blog– se me viene a la cabeza esa conferencia. No puedo evitar sorprenderme ante el hecho de que sigamos permitiendo a según quién usar según qué palabras. Pero ese es otro tema. En esa conferencia que data de 1981 –quiero decir, que ha llovido mucho– Cortázar se quejaba de eso mismo: del poco cuidado que tenemos con lo que decimos y de esos discursos llenos de palabras tan huecas como las calabazas de Halloween. Me atrevería a decir que Cortázar, ya cansado de todo este lío de las palabras, tuvo que inventarse el Glíglico en Rayuela porque empezaba a darse cuenta de que lo de la contaminación del lenguaje iba para largo y que la única manera de salirse del círculo vicioso era inventándose un lenguaje nuevo.

 

Pero lo del uso y abuso de las palabras viene de lejos. De siempre, creo. Hace años, en Guerra y lenguaje, de Adam Kovasics, entendí cómo una guerra cambia el uso del lenguaje. Los seres humanos pasamos por crisis. Pero las palabras también. En ese libro, Kovasics relacionaba el inicio de la crisis del lenguaje al hundimiento del Imperio Austro-húngaro, y seguía su desarrollo a través de las revoluciones y contrarrevoluciones de la posguerra, hasta llegar a Auschwitz. Hablaba de palabras maltrechas, de ese lenguaje herido de realidad y en busca de realidad del que también habló Paul Celan en el Discurso de Bremen. Fue él quien dijo aquello de que “en el fondo deberíamos habernos callado todos después de 1945”. Un poco optimista Paul Celan; yo creo que nos tendríamos que haber empezado a callar mucho antes.

 

De niña me repetían a menudo que antes de hablar había que contar hasta diez. Me lo llegué a apuntar en un papelito y lo llevaba bien doblado dentro del estuche del colegio. Como un amuleto. A ver si te acuerdas, Laura. Los que me conocen saben que nunca pasé del tres, y lo peor es que ahora aún me pasa. Sin embargo, en ocasiones se me viene a la cabeza un verso de la gran Anne Sexton: “Palabras y huevos deben manipularse con cuidado. Una vez rotas hay cosas que es imposible reparar”, y entonces me digo que tal vez sea mejor contar hasta cincuenta. Por si acaso. Porque las palabras son peligrosas, pero también porque se gastan. Hay algunas que deberían tener un cupo: las deberíamos poder decir un máximo de veces.

 

Las palabras me recuerdan a esas gomas de borrar que teníamos de niños. A la ilusión de estrenar esa superficie blanca y perfecta, a esos bordes perfectamente afilados. Sí, me hacen pensar en esos cantos que se van redondeando por el uso, como un guijarro en la orilla del mar. Después, se agotan hasta que ya no quieren decir nada. Por eso, es mejor contar hasta diez.

 

«Que algo ya se haya dicho no significa

que no pueda volver a decirse por primera vez»

Benjamin Prado

Más del autor

-publicidad-spot_img