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333 años


 

Luis Solano, el editor de la deliciosa Libros del Asteroide, ha dicho en varias ocasiones que el principio que vertebraba su catálogo era sencillo: publicar cosas que tuviesen al menos diez años. De ese modo, decía, el tiempo ya habrá hecho su trabajo sobre los textos. Ya habrá purgado, editado y seleccionado de entre la paja no ya el grano, sino la aguja. Ese título tan difícil de encontrar, ese que te da la vuelta a todo y te engancha de por vida.

 

Esta semana he leído que, según un informe de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, el 75% de las películas mudas producidas en aquel país se han perdido para siempre. Solo el 14% se conserva en su formato original, y un 11% ha sobrevivido gracias a versiones extranjeras o transposiciones realizadas con el paso de los años. ¿Será trabajo del tiempo, o destrucción acelerada de todo un fanal artístico?

 

Se hace inevitable acordarse de aquella búsqueda, entre desesperada y alucinada, entre lo real y lo imaginario, que aparecía en el glorioso Libro de las ilusiones de Paul Auster: un canto a la nostalgia en menos de un siglo. En menos que canta un gallo, en términos históricos y, por supuesto, operísticos.

 

Así, a Auster, igual que a Scorsese –que se ha llevado las manos a la cabeza ante semejante pérdida de patrimonio nacional– le daría un síncope si hubiese asistido al festival de Glyndebourne en 1967, cuando, probablemente por primera vez en 333 años, se representó L’Ormindo de Francesco Cavalli. ¿Cómo eso?

 

Lo curioso no es ya que se recuperase la obra, sino que se hiciese en su encarnación original: en algún momento, tres siglos más tarde, alguien topó en la Biblioteca Marziana de Venecia con una partitura desconocida del maestro Cavalli: una delicia casi inexpugnable a ojos del lego pero que hoy puede disfrutar cualquiera con pinchar en este enlace, desde donde puede descargarse en PDF el escaneo de este hallazgo centenario.

 

Desde su descubrimiento, L’Ormindo no se ha convertido precisamente en La Traviata pero ha gozado de nueva vida, y aún volverá a nacer el próximo año en la Royal Opera House de Londres cuando se represente en (otra resurrección) un teatro construido al efecto, y que reproduce las condiciones de lo que Cavalli hubiera podido conocer.

 

Este acto de arqueología no tiene demasiado que ver con el ejercido por Gilbert Deflo en su producción de L’Orfeo de Monteverdi (primera ópera de la Historia) para el Liceu en 2001, en el que se reproducía una función exactamente tal cual se hubiera hecho en 1609. Tiene más que ver con un sano proceso de reinvención al que la lírica se somete cada cierto tiempo, y que ahora vive uno de sus momentos más dulces: véase el caso de Agrippina, en cartel ahora mismo también en el Liceu y que hace un año teníamos en Oviedo.

 

Agrippina data de 1709. Hasta finales del pasado siglo, sin embargo, había sido condenada al ostracismo junto con buena parte del monumental repertorio operístico de Häendel, y ahora se la ve fresca y joven en lecturas musicales renovadas y producciones que dan cuenta de toda su complejidad y…

 

–Vale, vale, pero la ópera es un género muerto. No se hace más que cosas que tienen cien o más años. Y lo del siglo XX no hay quien lo escuche y lo del siglo XXI, pues en fin, no vale nada.

 

Este argumento, tan resobado como falso, entronca a la perfección con la dramática historia del 14% del cine mudo. Según las cifras totales del citado informe, entre 1912 y 1929 se produjeron en Estados Unidos 10.919 películas mudas, o sea que, aunque durasen cinco minutos cada de ellas, llevaría casi 38 días ininterrumpidos de nuestras vidas verlas todas. No tengo datos del volumen de cine que se produce en la actualidad, pero imagino, sin temor a equivocarme, que es bastante más de lo que cualquiera puede soportar.

 

El editor, ese tipo que selecciona y sirve, ha tenido en este caso un criterio algo arbitrario para decidir qué se guarda y qué no, visto que la supervivencia de las películas (sobre todo de principios de siglo) es algo tan difícil como delicado, dada la naturaleza del soporte. Y más todavía hoy, en que nuestra confianza ciega en lo digital, en la interné, nos hace suponer (equivocadamente, claro) que todo lo que producimos, colgamos, grabamos, escribimos y lanzamos va a quedar ahí para los restos.

 

Así, todas las óperas y repertorios son en igual medida mortales e inmortales: es casi imposible que una partitura se pierda; pero también lo es que alcance el olimpo de los títulos que se mantienen en cartel ad infinitum. Por eso no es que solo se representen óperas con más de doscientos años, como si el mundo se hubiese acabado con Verdi y Wagner, sino que, de los que tenemos más cerca (Britten, Berg, Schöenberg, Poulenc, Glass, si se quiere) pocos han estado macerándose en los años el tiempo suficiente como para contar con el prestigio o la fama o la aceptación masiva de un Puccini, indiscriminado muñidor de hits ya entrado en el siglo XX, de un Mozart o de un Rossini.

 

Es una pena que se pierda siquiera el 5% de lo que sea, pero también lo es que, en nuestra obsesión preservadora, aún no hayamos superado el miedo a abandonar nuestro arte a su suerte, como haría el cazador con sus retoños en el bosque, para ver si vuelve. El implacable y cruel reguero de migas que dejan a su paso es el que luego transitamos, el que los devuelve a casa con fuerzas renovadas y el poso que da el tiempo. Y si un clásico de hace 50 años está fuerte, robusto, ¿qué robustez no tendrá algo que ha sobrevivido 333 años?

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