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Chinatown


 

El jefe me ha citado en un chino de las afueras llamado “Felicidad” donde se celebra el habitual almuerzo de la revista de los viernes. Como es un poco cabrón me espero que al traspasar las cortinas de la puerta alguien me suelte –ahora sí te vas a comer un rollo de primavera de verdad pero, finalmente, el local resulta hasta decente para una cristiana maronita libanesa como yo.

 

En los últimos años le he cogido cierto cariño. Una vez, quizá porque estaba borracho, me dijo que le gustaba como escribía incluso antes de que me conociera en persona y pudiera puntuarme en su escala comprendida entre orcos de las profundidades marinas y diosas de Botticelli. Él me devuelve a la realidad cuando empiezo a delirar pensando que sería interesante contarle a los televidentes de “La que se avecina” o a los familiares medio analfabetos que todos escondemos en el sótano quién es Hizbolá, o por qué lo único que exporta, este nuestro Liban, es un continuo repartir de hostias en el que todos terminan recibiendo, ya sea por acción u omisión, ya sea porque sin matar a ver cuál sería la gracia de esta gran nación. Al jefe se la traen bien floja los mostrencos de Trípoli, con sus ametralladoras y sus grasas despanzurradas a ambos lados del vespino después de una noche salvaje engullendo del Domino´s Pizza. Vuelve a preguntarme cómo es eso del sexo anal al que se entregan en bacanal las mujeres libanesas para llegar vírgenes al matrimonio.

 

El director de la revista se ríe a su lado con cara lasciva imaginando un harén de fenicias a cuatro patas mientras pasa una brocha de intelectualidad al asunto intercalando algún rollo sobre su último viaje a Sarajevo. Los bosnios no están ya de moda, -me digo yo con la atrevida ignorancia de quien solo ha visitado Sarajevo para comprar abalorios varios y hacer fotografías macabras de cuervos en los cementerios- me recuerdan a los palestinos, contándole a todo quisqui la misma cantinela sobre que un día vinieron los malos y entonces ellos se pusieron a beber té, a parir, corromperse y rascarse los cojones en una silla de plástico en la calle. Con todos mis respetos por la Palestina oprimida, claro.

 

El boss, que siempre ha tenido buen ojo para juzgar a las personas, me filtra que entre los asistentes está una lesbiana que disfruta enormemente de estas comidas de hombres. La observo en ese sucederse de chistes verdes desteñidos propios de aguerridos cincuentones casados que no podrían enfrentarse ni a medio coño sin sufrir una desarticulación en la boca. La chica pone cara de estar reafirmándose en su tendencia sexual mientras yo paso lista al resto de tímidos y contrahechos pajilleros que nos acompañan en tan exquisita velada. Si el jefe quiere buscarme un novio yo me quedo con la bollera.

 

Le hacen gracietas a la camarera china, que con su camisa de brillos un poco apretada es lo más próximo a una cabalgada tántrica para la mayoría de los presentes. Hay también un austríaco sonríe María, ya puedes practicar, pero el chaval mira aterrado a todos los adultos a su alrededor, como pidiendo un Kinder Sorpresa en el que refugiarse solo porque le he recordado una de mis palabras favoritas en alemán: Schwanzlutscher. Chupapollas. Un lujo para el oído. Una sinfonía de Bach.

 

Alguien se pone a hablar de Galicia con esa retahíla repetitiva de siempre que aclama su belleza, su verdor, sus mariscos… Todas esas cosas que un gallego ve después de los astilleros muriéndose, los drogadictos poblando cualquier pequeña ciudad fantasma a las 4 de la tarde, el cielo encapotado, gris, las ganas de marcharse ansiando que más allá de la línea del mar pudiera ser mejor…

 

En la mesa de al lado se encuentra un tío con cara de bobalicón al que me presentan. –De este depende que te paguen más por las mierdas que escribes me susurra paternal el jefe. Yo meto la barriga para dentro y esbozo esa vieja sonrisa fenicia de las que saben que sonriendo nunca se ha conseguido nada…

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