Bioy me lo llevé a la costa de Arequipa. Fue una de las mejores novelas que he leído en mucho tiempo. Mientras leía, encontré los defectos que algún crítico le había señalado. Ya lo había empezado a fines de 2012, y lo dejé en los primeros capítulos, descorazonado por la violencia exagerada con que se abre la novela. De todos modos, sus virtudes son muchas más que sus defectos. En segundo intento, pasadas las primera páginas, el libro se sostiene como un mastodonte de imágenes. Bioy es una novela que se merece Lima. Las calles y las esquinas por donde pasa la violencia de la historia, son elevadas a categorías de títulos, que avanzan con un ritmo que invoca al vértigo.
James Salter, el escritor que penetró en mi vida con una foto a dos páginas y un perfil en The New Yorker, presentó en 2013 una novela que le tomó más de una década. Me propuse conocerlo. Primero con la lectura de lo que encontré a mano: Last Night, su impecable colección de cuentos, y después con All That Is, maravillosa recreación de una vida que empieza como soldado en el Pacífico y que transcurre con belleza y pasión por Europa, lugares de Estados Unidos y Nueva York. Es una obra maestra. Luego, quiso la fortuna que pudiéramos compartir el sol de la tarde en su terraza de Long Island, mientras Salter se preocupaba por el destino de la ciudad después de Bloomberg. Es un deber dejar dicho que leí también A Sport and a Pastime, la joya erótica de Salter, basada en sus experiencias juveniles en Francia.
Al entrar a Soldados de Salamina, ya estaba entrenado en el ritmo de Javier Cercas (por Anatomía de un instante), e igual me tomó por sorpresa la aparición del personaje Bolaño, que convierte a ese episodio –poco trascendente– de un narrador sufrido en busca de personaje, en una novela desenfrenada, con múltiples lecturas: una máquina de la literatura que apela a las armas del fantaseador de Los detectives salvajes.
El placer de mi lectura de Arrecife de Juan Villoro consistió–además de constatar su capacidad para sorprender con frases frescas y conexiones inesperadas–en imaginar la manera como Cocaine Nights de Ballard había sido reimaginada por Villoro en México, con su andanada de solitarios, drogadictos y artistas delirantes en un ambiente de pánico matizado con esa fantasía moderna que son los viajes con todo incluído.
La recomendación de leer El pasado de Alan Pauls vino de otro libro: Entre paréntesis, la colección de crónicas de Bolaño donde éste, además de rescatar aspectos positivos del alma narrativa de Bayly, pone a Pauls como representante de lo que debería ser el futuro de la novela latinoamericana. Es una novela muy argentina, en el sentido Rayuela del término argentino. Se tiene que leer, se aprende mucho de imágenes y personajes, y la novela se extiende, con excesiva generosidad, hasta que el lector acaba por sentir piedad–y rogar por el amor–mientras el personaje se coquea y se masturba hasta sacarse sangre.
Un episodio en la vida del pintor viajero comienza con una tranquila descripción de una vida dedicada al arte. Las páginas, escritas con belleza por César Aira, tienen el talento de prepararnos para lo inesperado. Sin paciencia, el lector cree que la historia avanza sin mayor trayectoria. Hasta que llega el episodio, y es entonces como si una tormenta hubiera desgarrado el breve libro en dos partes. A partir de allí, lo que queda lo leemos con la electricidad del choque que una imagen produce en nuestra mente. Aira demuestra la capacidad para pintar que tienen las palabras.
El enano, esa breve Historia de una enemistad, pergeñada hace ya muchos años por Fernando Ampuero, la encontré en el librero de una de sus primas lejanas. Fue la novela ideal para el verano de 2013. Contada desde la anécdota de la relación laboral del autor con un tal César Hildebrant, la figura de este periodista de malos modales –quien para muchos de nosotros, televidentes peruanos, alcanzó la talla de semidiós de la pantalla– se hunde página a página bajo la descarga de tinta. La novela, llena de humor, es una revancha escrita con pasión. Al terminarla, me paseé por las tiendas calurosas del Jirón Quilca en el centro de Lima buscando otra novelita de Ampuero: Puta linda. Otra historia breve y muy ágil.
Tan importante como las novelas mencionadas, ha sido la lectura de Don Quijote de La Mancha. Ese bloque blanco que es la edición de Francisco Rico, lo compré a 10 soles en un otoño gris del campo ferial Amazonas de Lima. Durante 2013, conoció conmigo los subterráneos, los aviones y los cafés de Newyópolis. Lo había leído de niño, en fascículos que descubrí este año en mi antigua habitación, con las páginas amarillentas. Sospecho que mi niñez pasó por esas páginas sin sentirlas. Esta vez fue distinto. Si es leída con atención–y con notas–, la vida de nadie debería de ser la misma tras terminar esa epopeya de humor y de sabiduría, escrita en dos tomos por Cervantes.