Hace poco más de una semana, Intermon Oxfam publicaba un informe inquietante repleto de cifras obscenas sobre la desigualdad en el mundo: en 2011, el 1% más rico de la población mundial (61 millones de personas) obtuvo los mismos ingresos que los 3.500 millones de personas más pobres (un 56% de la población). Ese mismo año, los grandes ejecutivos de la City londinense se subieron salarios y bonos alrededor del 49%.
Por su parte, la España de la crisis, esa que ha dejado en la calle a cientos de miles de familias, sin casa y sin trabajo, esa que ha devaluado los sueldos alrededor de un 25%, a veces más, esa que ha servido como disculpa para el desmantelamiento del Estado de Bienestar, es el segundo país más desigual de Europa, sólo por detrás de Letonia. Los 20 españoles más ricos, con Amancio Ortega a la cabeza –o ese Botín para el que, sin duda, la economía va más que bien– acumulan la misma riqueza que el 20% más pobre. Mientras, el 85% de las empresas que cotizan en el Ibex tienen filiales en paraísos fiscales para eludir el pago de impuestos al Estado español. Eso sí, el Gobierno español e incluso el monarca salen en su defensa cada vez que así lo requieren esas mismas transnacionales.
Sí, ya sé que poco hay de novedad en estas cifras, como no sea que la desigualdad es cada año más sangrante. Pero, por fríos que sean los números, no dejan de esconder muchas tragedias. Las vidas de millones de seres humanos, varadas en la miseria, sostienen las ansias de acumulación sin límites de un capitalismo más voraz e insostenible que nunca. El sistema avanza hacia su autodestrucción, y, por eso mismo, sus contradicciones e injusticias extremas provocan cada día más resistencias.
Dejé España hace unos días con un par de buenas noticias, de esas que demuestran que sí, se puede, o mejor, podemos. Primero fueron las protestas ciudadanas en el barrio burgalés de Gamonal, que terminaron incendiándose, porque en estos tiempos de post-indignación en España pareciera que falta sólo un poco de viento para que prenda en llamas el país entero. En Gamonal, los vecinos protestaron durante largo tiempo contra la construcción de un parking carísimo y que ellos consideraban innecesario, o por lo menos más que las guarderías que les están cerrando en el barrio. No les hicieron caso, y terminaron quemando contenedores, y acabaron por salir en el telediario, y les tuvieron que hacer caso. Gamonal se leía fácilmente como la metáfora de una España regida por pésimos –y corruptos– gobernantes que dilapidaron el dinero público en aeropuertos imposibles para después cerrarnos los hospitales porque no hay dinero. Por eso indigna la hipocresía que, desde el Gobierno o desde los medios de comunicación, criticaban la violencia de los manifestantes, como si no fuera violencia lo que viene ejerciendo el Gobierno, BOE en mano, contra amplias capas de la población española. Aleccionadora ha sido la convicción de los vecinos de Gamonal, que vinieron a recordarnos que sí, se puede, pero hay que salir a la calle, y mojarse si llueve.
Un día antes de embarcar de nuevo rumbo a Buenos Aires, llegaba la otra buena noticia: la presión del personal médico y de los ciudadanos madrileños, unidos en la marea blanca, surtió efecto y logró que se paralicen –al menos de momento– los planes de privatización de la sanidad en Madrid. Ha sido un logro fundamental, pero no fue fácil: la primera victoria llegaba después de 15 meses de movilizaciones, que se dice fácil.
En España siguen sobrando los motivos para la indignación, las operaciones ruinosas para los españoles, pero fructíferas para las empresas, con las que el país se desayuna cada día. Cada vez está más claro que, si la sociedad no ejerce una presión firme y sostenida, el trasvase de rentas de las clases medias a la elite financiera será cada vez más brutal. La buena noticia: que si perseveramos, podemos. Tal vez el error todo este tiempo ha estado en pretender que alguien desde arriba nos solucionara los problemas. Como si alguna vez hubiera sido así, como si una sola vez en la historia los de arriba se hubieran movido para ayudar a los de abajo. Y se me viene a la cabeza aquella anécdota que cuentan de Roosevelt, el presidente estadounidense que implantó en los años 30 el New Deal –una especie de Estado del Bienestar a la yanqui–. Fueron a verle un grupo de sindicalistas, le hablaron de sus demandas, todas ellas muy justas, convino el presidente. Y les dijo: “Ahora, salid a la calle, y obligadme a hacerlo”.
Sí, se puede. Pero toca mojarse.