Eran cerca de las siete cuando mi propósito se desvaneció. Como cada día, la mayor parte de mi tarde estaba destinada a mantener conversaciones en español con unos treinta estudiantes universitarios de primer año. Con un máximo de cinco personas por grupo, y una duración de media hora por grupo, las tres horas al día consecutivas entre pomposos sofás de tonos ocres, estanterías saturadas de atlas en desuso y esa bibliotecaria con turno de tarde y mirada condescendiente son insoslayables. En aquella azulada tarde de jueves, una luz fluvial y el característico –y no por ello menos penetrante– viento glacial de esta zona hacían del paraje un lugar al borde de la Tierra plana, de aires fronterizos con los límites del mundo.
A las seis y media daba comienzo mi último grupo. Necesitaba despejarme, y me ausenté durante unos minutos. Al acercarme a una esas fuentes de última generación repartidas a lo largo de la universidad, recibí un correo electrónico. No eran buenas noticias. Finalmente, y a pesar de los intentos del editor y director de esta casa, Alfonso Armada, no nos acreditaban para el concierto de Jason Isbell en el First Avenue de Minneapolis, para el que ya no había entradas. La culpa en realidad había sido mía, ya que sabía desde hace dos o tres meses que Isbell y su banda, los 400 Unit, iban a presentar su último disco, Southeastern, en Minneapolis a principios de febrero. Supongo que subestimé el tirón del músico de Alabama, antiguo componente de los Drive-By Truckers, en esta región del país. En septiembre, recién llegado a Estados Unidos, había descubierto a Isbell. Así pues, este disco, además de formar parte de mi modesta lista de lo mejor de 2013, había ido adquiriendo de un tiempo a esta parte arraigados matices afectivos; tonalidades que todavía hoy revolotean con frecuencia en la multitud de la penumbra de este invierno interminable en el sureste de la tierra de los diez mil lagos.
Parecía que los astros se alineaban en mi contra. En un intervalo de una semana se daban cita entre Minneapolis y St. Paul algunos de mis artistas predilectos: Josh Ritter, Dr. Dog, Jonathan Wilson y el ya mencionado Jason Isbell. Por diversas circunstancias, me había sido imposible escaparme a la ciudad el lunes para ver a Josh Ritter, y tampoco iba a poder disfrutar del viaje sonoro que a buen seguro propondría el exquisito y omnipresente Jonathan Wilson el jueves en el Turf Club de St. Paul.
Esta serie de reflexiones y escarceos resonaban una y otra vez en ese intervalo de tres minutos. Pronto dejé de lamentarme, y empecé a pensar en el concierto de Dr. Dog en el First Avenue esa misma noche, al que sí que iba a asistir con algunos amigos. Cuando volví al distendido lugar de trabajo, cinco chicas me estaban esperando para nuestra primera clase. Siguiendo el patrón habitual, les animé a que se presentaran. Nada muy novedoso: chicas de clase media-alta, procedentes de suburbios de la costa este o noroeste y detentoras de una ingenuidad sospechosamente pulcra. Cuando llegó mi turno rompí con el protocolo. Era la vigésimo octava vez en cinco días que tenía que presentarme, y empezaba a convertirse en una pesadilla. “Hola, me llamo Luis, y esta noche voy a Minneapolis a ver Dr. Dog, ¿los conocéis?”. Mi fuerte empeño en mantener la atención durante las tres horas, sin referirme al concierto, se había esfumado de repente.
Eran poco antes de las dos de la madrugada cuando cerré con llave la puerta de mi apartamento. Antes de que pudiera atacar la nevera o directamente quedarme dormido con lo puesto, me topé con un libro de John Cheever, The Stories of John Cheever, entreabierto sobre la mesa del salón. En la parte final de uno de los cuentos, uno de sus personajes hace una firme proclama: “Ni los amigos simpáticos, ni la cocina, ni el jardín, ni un baño con ducha, ni ninguna otra cosa conseguirán que yo no quiera ver el mundo y conocer a las gente que viven en él”. Algo parecido –adaptado a las características de nuestro tiempo– siento a menudo en la burbuja que supone esta universidad del Medio Oeste estadounidense en la que todo es aparentemente maravilloso, en un lugar en el que todos son aparentemente felices. Porque a falta de ciudades en las que poder caminar sin acabar congelado, he decido apostar por el trajín emocional de las canciones.
Había pasado media hora a la deriva a menos treinta grados bajo cero, apenas había cenado y la policía, omnipresente en el Condado, había multado a mi amiga por exceso de velocidad. Al día siguiente tenía que madrugar, iba a dormir muy poco. Pero había merecido la pena. El concierto de Dr. Dog ha sido, por unos motivos u otros, uno de los conciertos de mi vida.
Aquel día no sucedió nada especial,
pero aquel momento,
aquel día de abejas de leche y prados de cera,
para mí será único siempre.
«Aquel día», de Kirmen Uribe