Sin embargo, colocó el pie izquierdo sobre el alambre. Le habían contado que era mejor debutar con la diestra, pero no habían conseguido convencerle. Un paso. Comenzó a caminar por la cenefa. Le habían aconsejado que fuera con tiempo, sin tono quejoso ni vacilaciones. Aquel derrotismo empezaba a cansar. Dos pasos. Conocía bien la línea ennegrecida que tenía que seguir. Se asía con fuerza al palo que debía ayudarle a mantener el equilibrio. Aunque pesaba. Tres pasos. Un efecto óptico inducía a creer que el funambulista no tenía bajo sus pies una gran altura. Pero el abismo existía. Vaya sí existía. A cada lado donde en realidad parecía haber una calle peatonal que se resquebrajaba. Cuatro pasos. Se acercó al punto en el que el cordón umbilical que le unía al inicio de la fotografía se diluía para volver a intuirse unos centímetros más adelante. Tenía que saltar. Estaba a punto de hacerlo. Los pocos que lo observaban lo hacían, si acaso, con disimulo. Espaldas vueltas. Conversaciones quién sabe si fingidas. Entonces decidió dar una zancada para acercarse al post cuadragésimo. ¿Y llegó?