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Mientras tantoCayó el Chapo, patrón de patrones

Cayó el Chapo, patrón de patrones


 

La mañana del 22 de febrero varios helicópteros militares sobrevolaron la inmensa Ciudad de México. Ante el ruido incesante un impulso nervioso me hizo salir a la azotea. Con los ojos aún cegados por la luz del sol, distinguí las siluetas grises y aerodinámicas de dos naves rumbo al aeropuerto del DF. Al mismo tiempo un ‘bip’ en el celular me daba la noticia: El Chapo Guzmán ha sido capturado. Volví a mirar los dos helicópteros y no dejé de mirarlos hasta que se perdieron en la lejanía. Muy probablemente en uno de ellos estaba el hombre más buscado del mundo, el legendario capo de Sinaloa sobre el que tanto he leído e imaginado. Con el Chapo sobrevolando mi cabeza y México hirviendo en las redes sociales, me di cuenta de que estaba viviendo un momento histórico en este país. Algo así como oír los disparos de los tejados de Medellín el día que mataron a Pablo Escobar. 

 

Tan pronto me conecto a Internet veo las primeras fotos del capo con el rostro amoratado. Es él, sin duda: la mandíbula ancha inconfundible, la nariz redonda, el bigote perfilado y esos ojos negros y desafiantes. Ni cirugías determinantes, ni cambios de look, ni nada de nada. El Chapo tiene el mismo aspecto que en las últimas fotos conocidas. Hasta parece más joven de lo que le correspondería a un hombre de 56 años. Los médicos lo confirman: se ha reducido la papada, se ha quitado las arrugas, se ha implantado cabello. Pero no para disfrazarse, sino para seguir siendo el de siempre. Y es que el Chapo es todo un metrosexual.

 

En las redes la mayoría de los mexicanos muestran su escepticismo. “No se dejen engañar”, “ese no es el Chapo”, “ni siquiera se parece”, «muy pronto va a regresar al ruedo» claman los usuarios de Twitter como clamaron los campesinos que rodeaban el cadáver de Zapata. En algunas de estas reacciones uno no puede dejar de percibir cierto disgusto o decepción. El mito abonado por los medios, el Gobierno y la gente, ha caído. La foto en la que aparece humillado y golpeado, agarrado como un conejo por dos militares que le sacan una cabeza, nos demuestra que todos los mitos se quiebran. Hasta los más poderosos.

 

Por más que lo leo no logro creerlo. Cayó el Chapo, líder máximo del cártel más poderoso del mundo, el de Sinaloa, también conocido como la Federación o cartel del Pacífico. Pero no nos emocionemos: si algo está claro es que su caída no implica en absoluto el fin de su empresa delictiva. La guerra y los asesinatos por controlar los territorios de las drogas tampoco van a acabar. En realidad, los que más se benefician con su caída, después del Gobierno, son los Zetas, el sádico cartel que controla el nordeste mexicano, que se libra así de un poderoso enemigo.

 

El Chapo Guzmán dista de ser un héroe en México, pero la leyenda que rodea su figura le convierte en una especie de Pancho Villa del narcotráfico. Un hombre violento y peligroso pero al que no se relaciona directamente con los asesinatos masivos, los secuestros de inmigrantes, las extorsiones y las decapitaciones protagonizadas por otros carteles, como los Zetas o los Templarios. Solo un ingenuo puede pensar que en el contexto de una guerra que se ha llevado más de 70.000 vidas, el líder máximo de uno de los bandos no está involucrado en actos de ese tipo.

 

Los medios le presentan como el Pablo Escobar mexicano, pero Guzmán nunca cometió los excesos grandilocuentes del colombiano. Sus humildes orígenes, vendiendo naranjas en las montañas sinaloenses, su inmensa fortuna y su fuga hollywoodiense, le acercan al legendario capo de Medellín. Escobar empezó construyendo campos de fútbol y barrios populares que inauguraba en persona para ganarse a la gente; emprendió una carrera política que le llevó a ser congresista y a soñar con la presidencia de Colombia; cuando fue expulsado del Congreso y denunciado por las autoridades decidió pasar a la acción; asesinó a figuras clave de la política, de la prensa y del ejército; llegó a declarar la guerra al Gobierno sembrando el país de bombas y secuestros. Su presencia en la vida mediática fue constante y sanguinaria. Su voz, sus videos y sus fotos quedaron grabados en la mente de todos los colombianos. Y ello le costó la vida.

 

Guzmán aprendió la lección y mantuvo la discreción. La gente no conoce su voz y la mayoría tampoco recuerda su rostro. Sólo hay un video suyo de 1993 (curiosamente, Guzmán saltó a la fama el mismo año en que murió Escobar) y un puñado de fotos de pésima calidad. Y a pesar de carecer de iconografía, su simpático apodo se ha convertido en una eterna piedra en el zapato para el Gobierno mexicano.

 

El Chapo es un hombre bajito, como otros grandes caudillos y criminales de la historia. Mide un metro sesenta y seis. Se inició en el negocio de la droga junto a los míticos capos de los setenta, Miguel Ángel Gallardo y Caro Quintero. En los ochenta, la época de esplendor de la coca colombiana, comenzó un ascenso que se vio interrumpido por su pronta encarcelación en 1993, pero que resurgió con brío multiplicado cuando se fugó del penal en 2001, según algunos, en un carrito de ropa sucia. Convertido en el capo más poderoso del mundo, su leyenda no paró de crecer: unos aseguran que vivía en el extranjero, otros que se hizo una cirugía que le dejó irreconocible, hay hasta quien dice que pululaba a sus anchas por el DF, el mejor lugar para pasar desapercibido. Las teorías conspirativas sobre su fuga pactada y su complicidad con los gobiernos de Fox y Calderón para aniquilar al resto de cárteles parecen esconder más verdades de las que cuentan.

 

Los narcocorridos sobre el Chapo se cuentan por decenas. Dicen que es un hombre valiente, frío, calculador y paciente. Se habla de su carácter vivaracho y mujeriego, su pasión por los coches, la carne y los mariscos, su temple tranquilo y generoso con los pobres, su afán negociador, el amor por su gente, su rechazo a la extorsión y al robo de familias. Todo eso se dice y muchos mexicanos lo creen ciegamente. Olvidan los miles de muertos que el capo de capos ha causado y su protagonismo en la guerra de barbarie que asola México desde el 2006.

 

Su rostro es el rostro del narcotráfico mexicano en su versión más mitificada. La versión del padrino poderoso y omnipotente, preocupado por su familia y su pueblo, enemigo declarado de los yanquis y de los cárteles que trafican con personas. Su figura encarna a un bandolero escurridizo de indudable atractivo. El típico gangster que muchos admiran, por su arrojo y su falta de escrúpulos. Un hombre de negocios exitoso que no se complicaría la vida asesinando y extorsionando a los pobres.

 

Parece indudable que la Guerra del Narco está acabando con los principales cabecillas. Y paradójicamente, pocos son los que evocan la captura del Chapo como una victoria de México. Las dudas y los titubeos prevalecen. Si hacemos caso a las redes sociales, sacaremos como conclusión que el rostro de Peña Nieto sonriendo victorioso repugna a la mayoría de los mexicanos. ¿Cae mejor el principal narco del país que su presidente? Es una pregunta inquietante.

 

En el México más surrealista vimos el cadáver del Lazca, líder histórico de los Zetas, un cadáver magullado que “se fugó” de la funeraria cuando aún no había sido entregado al Gobierno. Todo es posible aquí, dicen algunos. Que el Gobierno mienta sobre la situación del país, que se proteja a los narcos, que el máximo criminal se escape de una prisión de alta seguridad o que el cadáver de uno de los más buscados sea robado misteriosamente de la funeraria aquí es algo absolutamente factible. La incredulidad del pueblo está plenamente justificada.

 

Vivimos la cultura de la inmediatez audiovisual. Lo que pasa en cualquier parte del mundo puede ser grabado y reproducido en todo el planeta en cuestión de minutos. Nos ha tocado ver la captura y el ahorcamiento de Saddam Hussein, convertido en un mendigo hediondo, el escarnio sufrido por Gadafi, machacado hasta la muerte por sus propios compatriotas. El cine ha revivido lo que Obama no nos dejó ver en el asesinato de Osama Bin Laden.

 

Cuando veo a los criminales más perseguidos del mundo caer como ratones en sus madrigueras me pregunto qué andaba mal en sus cabezas. Bin Laden optó por esconderse en Abbottabad, a escasos cien kilómetros de la capital de Pakistán, uno de los lugares más sospechosos y más vigilados por los estadounidenses. Sadam y Gadafi se refugiaron en sendos agujeros inmundos, en Tikrit y Sirte, sus ciudades natales. También Escobar cayó tiroteado en los tejados de su amada Medellín. Guzmán no iba a ser menos: ha sido atrapado en Mazatlán, en su Sinaloa natal. Todos ellos podrían haber huido, podrían haberse borrado del mapa y haber enloquecido a sus perseguidores, pero en vez de eso optaron por quedarse en casa, a plena vista. Como La carta robada del famoso cuento de Poe se escondieron «delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir que una parte de ese mundo pudiera verles». Afortunadamente para el mundo, todos ellos toparon con un detective Dupin que descubrió su trampa. 


¿Cómo es posible que el Chapo se haya dejado atrapar vivo ni más ni menos que en Sinaloa? ¿Es un pacto? ¿Una traición? ¿Una jugada maestra de la DEA? ¿Provocará esto un ascenso de los Zetas? ¿Un repunte de la violencia y la guerra en México? Nadie lo sabe. Lo único que puede explicar su captura es el empecinamiento, la megalomanía y el fanatismo absoluto por una causa. El dinero, el poder o la gloria, da lo mismo. La historia nos dará la respuesta final.

 

El multipremiado periodista Alejandro Almazán evocó la personalidad del Chapo en su novela El más buscado, en la que narra en primera persona su periplo desde sus inicios en el narcotráfico hasta que el Gobierno le arrebata la protección que le había garantizado. Su lectura a día de hoy es imprescindible para quien quiera conocer los detalles íntimos de una historia casi imposible de contar desde el periodismo riguroso. “Yo soy el hombre del siglo y nadie podrá olvidarme”, dice Chalo Gaitán, alter-ego de Guzmán en la novela. “Por ai dicen unos que me parezco a Pablo Escobar y tal vez tengan razón, yo también les corto las alas a quienes quieren volar rapidito. Pero ¿sabe? En veces pienso que Pancho Villa encarnó en mí, nomas que doblemente enamorado, porque yo sí sé que el odio pudre al corazón”.

 

 

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