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Mientras tantoBibliotecarios malvados/ 4 (y II)

Bibliotecarios malvados/ 4 (y II)

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

La primera vez que entré en la Biblioteca Nacional fue por amor. En aquellos remotos tiempos, mi novia (o al menos la que yo pretendía que lo fuese) cumplía el denominado Servicio Social asignando pupitres y sirviendo libros en el mismo mostrador desde el que se siguen distribuyendo hoy día. No me importaba esperarla lo que hiciera falta en el gran Salón General, un ámbito atemporal y solemne como el vientre de una ballena. Me encontraba allí cada vez más a gusto, curioseando en las estanterías o pidiendo un libro cualquiera que encerrara una historia cautivadora. Me figuraba, como en la manida cita de Borges, el Paraíso en forma de biblioteca, pero siempre que me aguardara en la puerta el amor febril de los veinte años.

 

Era un lugar animado y bullicioso, con legiones de estudiantes que hacían cola para entrar, fumaban por los rincones y acrecentaban la pasión de las conversaciones hasta que un conserje con un gabán abotonado daba unas palmadas y exigía silencio. Desde dentro parecía el rumor del oleaje y acompasaba la lectura como si surcaras un mar en calma. Los investigadores, graves, escrutaban cada uno de tus movimientos –te tocaba siempre enfrente alguno de semblante hirsuto– y pasabas la página como si fuera a quebrarse. Se ascendía desde la planta baja, donde estaban los ficheros, por una escalera interior de caracol atestada y sombría. Así era la biblioteca de Hipólito Escolar.

 

Nunca podremos saber si la carta que escribió a Franco en abril de 1950 ofreciendo su lealtad y subrayando su parentesco de sangre surtió el efecto deseado, más allá de un traslado a Madrid al que, según sus memorias, tenía derecho. Hipólito Escolar Sobrino fue un hombre con tesón, inteligencia y grandes facultades para el trato social, un espejo de los bibliotecarios que se desgranaron en el páramo cultural de la posguerra. Sus estudios se vieron interrumpidos por la Guerra Civil, a la que se incorporó con su quinta en los últimos compases del conflicto desde la tranquilidad de un ejército ya vencedor.

 

“Madrid era un triste muñón”, recuerda. La Falange lideraba el renacimiento intelectual y el joven Hipólito retomó sus estudios de Filosofía y Letras y completó sus exiguos ingresos dando clases en un colegio que preparaba a los estudiantes para el Examen de Estado. Allí conoció a una alumna tímida, recatada, hija única de Eugenio Franco Puey, hermanastro del Generalísimo triunfador al que nunca se dio a conocer. No era fácil dibujar el futuro con Conchita, que se interrumpió, por ejemplo, en noviembre de 1942, cuando fue llamado a filas por el desembarco norteamericano en Marruecos. Supo, sin embargo, ganarse a sus mandos y conseguir un permiso para preparar las oposiciones al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos.

 

En 1944, superadas las pruebas, comenzó su carrera profesional, aunque sin perspectivas todavía de matrimonio. La estela del mundo bibliotecario de los años cuarenta que traza en sus memorias es desoladora. Su primer destino, en la Biblioteca Provincial de Ávila, consistía en ocuparse de la biblioteca del marqués de Piedras Albas, que contaba con dos centenares de incunables, aunque de escaso valor, pues el marqués había dispuesto que se comprara cualquier ejemplar cuyo precio no superara los cinco duros. Es una buena reflexión para los directores de las grandes bibliotecas que aluden al valor de sus fondos por el número de incunables. En Toledo, su siguiente plaza, Luis Astrana Marín le ofreció cinco duros por cada legajo que le permitiera llevarse a Madrid para estudiarlo (lo que se gastaba en el viaje y en la comida).

 

En Almería, a donde llegó con Conchita Franco después de casarse, un lector le confesó que había confeccionado un fichero con todos los desnudos femeninos –en obras artísticas, por supuesto– de la biblioteca. Allí vivieron de pensión, rodeados de una población primitiva, escribe, que subsistía en cuevas y practicaba la promiscuidad. Era la primera vez que Conchita salía de su casa. Logró de nuevo sobreponerse a su entorno, consiguió un chalecito subvencionado por el Ayuntamiento y que Conchita fuera contratada como ayudante de la biblioteca (cuando nació su primer hijo, señala sin escrúpulos, la madre se fue a casa y él asumió su trabajo). Su situación era por fin algo desahogada, pero quería volver a Madrid a toda costa. Y entonces escribió la carta.

 

Entre otras cosas, la editorial Gredos que había fundado con sus amigos Julio Calonge, Valentín García Yebra y José Oliveira, empezaba a despegar gracias a la incorporación a la misma de uno de los pesos pesados de la cultura de aquellos años, Dámaso Alonso, al que Escolar no admiraba sino que reverenciaba. Pasó fugazmente por la Biblioteca Nacional (el retrato que ofrece del entonces director, Luis Morales Oliver, retórico y seráfico, que abría los pomos de las puertas con un pañuelo para no contaminarse, es devastador) pero tuvo una vez más la habilidad de colocarse en el equipo adecuado, el de Joaquín Ruiz Jiménez, y ocupó varios cargos en el Ministerio de Educación Nacional. Trataron de continuar –con el tamiz franquista– el programa de extensión cultural de las Misiones Pedagógicas durante la República y Escolar aportó su experiencia en la organización, dotación y popularización de las bibliotecas públicas.

 

Sobrevivió a la estruendosa caída de Ruiz Jiménez, primera experiencia frustrada de la liberalización del régimen. Apunta en sus memorias el “vergonzoso comportamiento de algunas personas serviles”, que se apresuraron a denunciar abusos y prevaricación, pero, añade, “la crisis me había cogido en mal momento económico porque había comprado un piso y estaba comprometido a pagarlo totalmente en un par de años”. Escolar siguió en el Ministerio, pasó del Gabinete Técnico a la Comisaría de Extensión Cultural y a otros cargos, incluso fue designado para asesorar la creación de una biblioteca en Brasil. En varias ocasiones formó parte de la comitiva de Franco, sin abandonar nunca la cada vez más próspera editorial Gredos. “El trabajo gastado en funciones públicas”, reflexiona, “a diferencia del empleado en actividades privadas, es evanescente”.

 

A finales de 1975, en el último Consejo de Ministros al que acudió, Franco firmó el nombramiento de su sobrino político como director de la Biblioteca Nacional. Escolar insiste en que fue por concurso de méritos; otros hablan de sus manejos y de cómo ganó la plaza al subdirector, Manuel Carrión, un sacerdote culto y bonachón que siguió de subdirector. De cualquier forma dejó su impronta en una institución a la que el cambio llegó una década más tarde. “Su dedicación a las bibliotecas públicas pesó sobremanera en su paso por la dirección de la Biblioteca Nacional, creando una Sala Universitaria que, a la larga, afectó negativamente al funcionamiento y desarrollo normal de otras secciones más especializadas”, escribe Julián Martín Abad en el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia.

 

“Disfruté con el descubrimiento de que muchos lectores jóvenes habían encontrado en la Biblioteca un lugar de reunión para iniciar y consolidar relaciones amistosas y, después del trabajo, salir de copas, al cine o a pasear”, recuerda don Hipólito: “Procuré favorecer este ambiente facilitando lugares para el descanso y la charla”. Allí consumí muchos ratos de mi juventud hasta que en 1986, tras la jubilación de Escolar, se hizo cargo de la dirección Juan Pablo Fusi y nos echó a todos. Debía ser una biblioteca de último recurso, orientada a los investigadores y al incremento de las colecciones y no gastar sus presupuestos en libros de Gredos para los estudiantes.

 

“La Biblioteca Nacional, cuya reforma ha sido anunciada en varias ocasiones por el Gobierno socialista y ha sido reiteradamente pospuesta por problemas presupuestarios, ofrece síntomas de gravedad”, informaba El País en junio de 1986. Logró por fin la autonomía, la informatización, el incremento de la plantilla, la reforma de sus instalaciones y, a comienzos de los noventa, el rango de Dirección General, que perdió en mayo de 2010, cuando fue degradada por una decisión política precipitada e irracional. Ha perdido una parte sustancial de su presupuesto, más de un tercio de su plantilla y 40.000 lectores desde entonces, en una deriva que no tiene visos de solucionarse. Quedará como un depósito de tesoros y un marco incomparable para actividades culturales.

 

Por circunstancias de la vida volví muchos años después, en 1996, a la Biblioteca Nacional y recuperé la misma fascinación por los fondos y por el trabajo de los bibliotecarios, que traté de hacer llegar a la sociedad durante más de tres lustros. Con la generosidad propia de la amistad, Alfonso Armada escribió en Abc que yo era “un enamorado de la Biblioteca Nacional”. No lo sé. El desamor, de cualquier forma, me está costando tanto como el de aquella novia a la que esperaba impaciente en la escalinata.

 

 

Conchita Franco e Hipólito Escolar por la calle de Alcalá.

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