17 Septiembre 1942
¡Hola, mi querida Palina!
Estoy bien y con salud. Nadie sabe lo que va a pasar pero viviremos y veremos. La guerra es dura. Tienes información de lo que está pasando en el frente por las noticias. La misión de cada soldado es sencilla: acabar con tantos fritzes (alemanes) como sea posible y luego expulsarlos hacia el oeste. Te extraño mucho pero no puedo hacer nada, pues varios miles de kilómetros nos separan.
No puedo hacer nada…
Me alivia leer esa frase de un anónimo soldado ruso escrita desde el frente oriental. No se puede hacer nada ya, no tiene ningún sentido intentarlo, basta de acometidas inútiles, de presión, de desgaste inútil conteniendo un muro que se desmorona. Que se ha desmoronado ya. Ahora sé por qué me da miedo acercarme, por qué no me apetece la presencia de gente nueva a mí alrededor… Ahora sé el porqué apenas me reconozco en mi atuendo de siempre, por qué transito por unas estancias vagamente familiares pero desconocidas, por qué he olvidado cuando fue la última vez que me crucé con la idea que tenía de mí misma…Y no, no se puede hacer nada. Y supongo que, en cierta media, eso constituye una válvula de oxígeno.
Hoy he contemplado con detenimiento mi rostro en el espejo, apagado, ojeroso, después de otra larga noche buscando la forma en la que el sueño pudiera resultar conciliador y no una aterradora despensa en la que los mejunjes más insólitos se mezclaran con la miel y el azúcar.
La primera vez que cogí un avión para vivir en otro país creía que todas mis preguntas no tardarían en ser respondidas, poseía el empuje y la resolución necesaria como para forzar al mundo a que fuera así. La última vez que tomé otro avión con el mismo propósito ya no esperaba nada, intuía que debía ser flexible, amoldarme y sobrevivir según soplara la corriente. Habría días bonitos, no me atrevía a aguardar que pudieran ser majestuosos, otros no lo serían tanto…
Tras toda la fuerza, todo el vigor generosamente derrochado ya no sabía hacia dónde ir. Desolada, extenuada, engañada, así me sentí al principio, para llegar luego a la certeza de que realmente no había ningún punto que debiera ser alcanzado. El mío era un nuevo yo menos lustroso, menos aparente, más replegado, disfrazado y protegido por los ropajes de su personalidad.
Y ahí afuera, una vez más, me tienta la seductora invitación al engaño, a querer y pugnar por ser joven, bello, sano, ingenioso, brillante, un volcán apasionado de energía e ilusiones como si el tiempo no hubiera pasado, como si una grieta horadada en la carne no hubiera ralentizado el antaño impetuoso curso de las aguas. Pero ya no puedo ser eso. Tampoco deseo serlo. Que vengan otros conquistadores con sus caballos enjaezados, con sus recién elegidas causas y estandartes, con sus séquitos complacientes, que hagan otros el papel por mí….
En mi libro sobre Stalingrado contemplo una imagen trazada a lápiz sobre una hoja de papel. En la Navidad de 1942 el VI ejército alemán, cercado completamente por los rusos, se encontraba condenado: hambriento, sin esperanza de rescate, escaso de municiones y suministros. El doctor y teólogo Kurt Reuber, de 36 años, dibuja en la parte trasera de un viejo mapa ruso a la Virgen y al Niño abrazados, con sus cabezas inclinándose protectoras una sobre la otra. A la derecha están escritas las palabras “-Luz, -Vida, -Amor. Fortaleza de Stalingrado”. Su bunker pronto se convirtió en un pequeño centro de peregrinación de soldados alemanes que iban a ver la obra, a rezar, a llorar antes de morir…
Cuesta apartar la vista de ella y, al margen de las connotaciones religiosas, esas palabras nos recuerdan, como el estruendo de un tanque en medio de la noche, dónde está la dirección. El único objetivo que puede momentáneamente calmarnos.