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Mientras tantoCoca-Cola infestada de colillas

Coca-Cola infestada de colillas


 

Apenas se han leído algunos de sus quilos de poemas, porque esos versos dejan señales en el cuerpo: las costras de la niñez pintadas de mercromina, o la blancura inolvidable de la madurez. Quizá fue ese el fulgor que le llevó a recluirse, las cicatrices tan mal cerradas que todo allí dentro, menos las palabras, poco a poco, se iba pudriendo abandonado a conciencia. Versos escritos con sangre escondida, derramada en las profundidades del organismo como una Coca-Cola infestada de colillas. Sangre azul y sucia, y  libros medidos al peso de una hondura que espanta: un abismo como esos ojos que desnudan, que desgarran, que apuntan directamente al alma. Se fraguaba todo al tiempo que uno nacía: el descubrimiento, el esplendor y la ruina. Trozos de yeso agrietados, encogidos, abombados anunciando una caída invisible de no ser por las herrumbres de la mirada, intramuros como las calles de Ferrol. Allí, junto a la poesía, brotan malas hierbas. Su pelo era una mala hierba encanecida y cortada en mil presidios, despojo, como el del torero, de aquella cortina corrida de cabellos negros de artista que ocultaba la juventud. Tan sólo un adjetivo de entre millones de metáforas es ese Desencanto, la película de la que sólo se han visto fragmentos con los que uno tiembla. Hay en esas confesiones una sordidez maldita de carne viva, una angustia por expresarse en un dolor constante y paulatino, un dolor temible que no acaba de explotar hasta que uno se da cuenta de que eso es todo. Ese es todo el dolor insoportable que presenta a la locura. Ha muerto Leopoldo María Panero dejando toda su carga insoportable en la opresiva liviandad del papel maltratado, lienzo genial de letras sufrientes, la puerta al precipicio que uno, a partir de ahora, no sabe si abrir por miedo a encontrar el vértigo de la más grande poesía, mientras esos ojos profundos de animal le vigilan.

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