Leer puede llegar a deslumbrar. Eso quiere decir –atinará el diccionario– que ofusca la vista o la confunde con el exceso de luz; que deja a alguien confuso o admirado; que produce gran impresión con estudiado exceso de lujo. Leer un texto bueno. Claro. No vale con el expediente del Catastro coruñés con el que he amanecido hoy, pues más allá de una exclusiva (no me la vayan a levantar ahora) que interese a algún lector, satisfaga a algún jefe, alegre a la fuente y enfade un poco más al investigado, no me reportará obnubilación alguna. Por eso envidio a quienes leen mucho. Mucho es más que treinta nocturnos minutos. Envidio, por ejemplo, a un amigo con una aldea repleta de libros. Intuyo que no cuenta todo lo que lee por no cegarme con el listado. Y como a él, podría señalar a algún sospechoso más a quienes ni les sobra tiempo ni les faltan distracciones. Si algún día mueren, que lo harán, no será por sobredosis de lectura. Y si terminan ciegos, cosa menos probable, ya habrán visto más que el resto.