Yo creo que morí hace tres o cuatro años. No lo recuerdo con exactitud. El tiempo cuando uno deja de existir no tiene importancia. Decidí abandonar voluntariamente el mundo porque me disgustaban mi conducta y la de los que me rodeaban. No veía salida ni solución. No entendía nada ni tenía expectativas de nada. La Europa en la que yo me había formado como funcionario y corresponsal comunitario exhibía unos líderes mediocres y descubría el aspecto menos atractivo de su ser: la insolidaridad, la cortedad de miras, el provincianismo y la defensa del dinero por encima de políticas sociales más justas y equitativas. Y la España donde yo había nacido era sinónimo de corrupción, de la política como comercio de intereses y de absurdos nacionalismos que nunca entendí. Vivíamos uno de los periodos más oscurantistas que yo recuerde en mi vida. No había futuro ni para mí ni para la legión de parados que formaban colas en las oficinas de empleo. Yo también milité en ese pelotón de individuos que acudían a recibir la prestación de ayuda. Recuerdo haber ido a una de esas oficinas un frío día de invierno. Apenas nos mirábamos y menos aún nos hablábamos quienes allí estábamos, pero cuando alguno lo hacía respondías con gran afabilidad. Lógico. Todos estábamos en el mismo barco.
Harto de todo ello decidí «fugarme» al espacio. Tal vez, porque ése siempre había sido mi hábitat deseado. Allí donde nadie me avasallara con la prepotencia, ni tuviera que soportar la competitividad, el insufrible griterío hispano o el malentendido del lenguaje humano. Lo hice sobre todo una vez que las escasas ilusiones que aún depositaba en la recámara se desvanecieron. El movimiento de indignados había despertado en mí cierta esperanza, pero al ver cómo terminó opté por abandonar el planeta. Llamé a la puerta de la plataforma espacial internacional y encontré un hueco en uno de sus habitáculos. Sin embargo, tampoco recobré la serenidad, el equilibrio emocional y menos aún la alegría por vivir. La depresión, la tristeza, la melancolía seguían dentro de mí. Pensé entonces que el problema tal vez no estaba en los otros sino en mí. Cuando me debatía en esa dudad existencial se me ofreció la posibilidad de morir de cuerpo pero no de alma. No entendí muy bien las explicaciones científicas, pero accedí a someterme al experimento. ¿Qué me quedaba a cambio?
Y aquí estoy después de tres o cuatro años muerto, pero con el cerebro muy vivo, muy fresco. Diría más. Creo que en ocasiones he sido capaz de descender al planeta y de revivir esas pasiones tan intensas que caracterizaron mi juventud y luego mi madurez. No sé bien si soy yo mismo o alguien en el que me he reencarnado. Juraría que tengo dos perros que hablan, aunque a lo mejor yo soy ellos y por eso les muestro mi lealtad y afecto. Pondría la mano en el fuego haber sentido en este tiempo como cadáver corporal el placer de reír y amar, de irritarme por los desmanes y la vulgaridad y hasta creer posible construir una sociedad más justa. Dirán ustedes que estoy loco. No estoy seguro, pero sospecho que era yo quien hace unos pocos días corría como un niño por una playa gaditana para no perderme una puesta de sol extraordinaria. Aguanté hasta el final pese a la fría temperatura, hasta que la bola de fuego se fue lentamente sumergiendo en el océano. Dirán ustedes que estoy loco. Bendita locura, pienso yo la de alguien que es capaz de pensar, crear y amar.
Ni mucho menos he alcanzado el nirvana. Quizá no lo logre jamás. No me importa mucho por ahora. Si el sufrimiento y la frustración se convierten en algo insoportable, volveré entonces a morir de nuevo. Aunque antes de «regresar» al mundo de los vivos, trataré esta vez de reflexionar más sobre mí y sobre lo que me rodea. Investigaré dónde están mis males. Digo esto porque me han llamado poderosamente la atención algunas de las reflexiones del surcoreano Byung Chul Han, el pensador de moda en Alemania, donde está afincado, y al que ya se le define como el filósofo de la crisis existencial. Respecto a la depresión Byung sostiene que es una enfermedad narcisista: «El narcisismo te hace perder la distancia hacia el otro y ese narcisismo lleva a la depresión, comporta la pérdida del sentido del eros. Dejamos de percibir la mirada del otro (…)el mundo digital es también un camino hacia la depresión: en el mundo virtual el otro desaparece». El intelectual surcoreano considera posible vencer el estado depresivo: «La forma de curar esa depresión es dejar atrás el narcisismo. Mirar al otro, darse cuenta de su dimensión, de su presencia». «Es el amigo el que introduce una relación vital que hace posible el pensar (…)la falta de relación con el otro es la principal causa de la depresión». Esto se ve agudizado hoy en día por las redes sociales, sostiene Byung. La soledad, la incapacidad para percibir al otro, su propia desaparición.
Todos estos juicios de este interesante y atractivo filósofo que se declara romántico encajan con lo que yo he visto y sentido en las últimas horas, con mi cerebro y mi alma, en la espectacular despedida y homenaje a Adolfo Suárez. Allí estaban en el Salón de los Pasos Perdidos las más altas instancias del poder desde el Rey hasta los cuatro jefes de gobierno que le sobreviven. Unos más, otros menos contribuyeron a hacerle más difícil sus últimos años de mandato al político que pilotó la Transición. Me quedé con la frase de Miquel Roca Junyent: «Le tratamos mal». Todos ellos mostraban el respeto debido ante el féretro del político muerto. En sus reflexiones internas tal vez pensaron haber ninguneado al otro, es decir, menospreciado y vapuleado a su rival. Era tal su orgullo, era tal su narcisismo a lo largo de su actividad política que se mostraron incapaces de percibir al otro hasta llegar a excluirlo. Me pregunto si esa conducta les produjo felicidad. Me pregunto si cuando, serios y rígidos, estaban junto al ataúd del dirigente no tuvieron pena, tristeza de no haber sabido comportarse mejor ante el rival. Y eso lo extiendo a toda la sociedad española, muy ingrata ella, que aplaude a los muertos y hunde a los vivos. Muy valleinclanesco todo.