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Mientras tantoLos sicilianos descienden de los negros

Los sicilianos descienden de los negros


 

Al fin tenemos nuestro Lincoln, o mejor nuestro Kennedy, con su aeropuerto y todo. Aún así España sigue guardando ese romanticismo primitivo y encantador que atrapó a Washington Irving, el primer hispanista. Cualquiera diría que Suárez ha ido a morirse para refundar la democracia después de haberla diseñado, poniendo en evidencia al personal. Eso debe de ser grandeza de verdad: olvidarse en vida, y de modo natural, de unos usurpadores para marcharse haciendo saltar las tapas de las alcantarillas, como Godzilla. Dice José Antonio Marina que el mito de Adolfo surge del vacío. No es mala noticia que haya sentimientos populares de esa calidad, por mucho que la necesidad los olfatee. Lo mejor es haberlos encontrado, y lo peor es que sea después de muerto. Cosas de España. No me digan así que no es para hacerle carantoñas a esta tierra, pero como aquellas que le hacía el ejecutor Christopher Walken a Dennis Hopper en ‘Amor a quemarropa’, después que éste le contara la historia de que, en realidad, los sicilianos descienden de los negros. Hoy ha habido un país que Mas trató de desdibujar evidenciándose de manera ridícula y catastrófica, como es él. Tenemos nuestro JFK en moreno, seco y castellano. Marido fiel, católico, monárquico y demócrata, y al pueblo velándole toda una noche y acompañándole hasta el final. Esto debe de escocerles a algunos como los primeros pañales, entre otros al persistente Llamazares, a quien se le vio ayer sentado en su turno de capilla ardiente igual que si le dieran calambres. Tenían que estar todos juntos como si Suárez, con su demencia y su cuerpo insepulto, les hubiese puesto firmes. A González y a Aznar se les vio cuadrarse con un decoro emocionante, pero con Zapatero, de la New Wave política, no hay forma, siendo más Mr. Bean que nunca con la cara desencajada de muecas, los saltitos nerviosos y esa sensación permanente de no hallarse, mirando a todas partes como buscando algo con lo que enredar y amenizar la velada con un sketch. Estaba por allí Padilla, quien con su parche y sus patillas hizo las veces del Paquiro, “el Napoleón del toreo”, que vieron los ojos de Irving. España al fin, y de repente, ha pasado de las leyendas de Bécquer y de los cuentos de la Alhambra a la primera gran biografía de la democracia como un primer beso primitivo y encantador.

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