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Mientras tantoLos baños de los teatros V - Teatro de La Abadía

Los baños de los teatros V – Teatro de La Abadía


Yo ese día había ido al teatro sólo para hablar de los baños, que el señor nico guau se cree que es el único con licencia para hablar de inodoros y desagües y demás. Así que elegí uno de mis baños favoritos, los del Teatro de La Abadía: esos baños pequeños y de diseño que se esconden debajo de las gradas construidas a mediados de los noventa dentro de la antigua iglesia, unos baños que aprovechan las curvas de las paredes que los limitan, espacios tenuemente iluminados, con aire de sacristía pero con estética modernista…

Pero de esos baños habrá que hablar en otro momento. Porque cuando fui hace unos días sólo había función en la sala de arriba, la José Luis Alonso, esa que siempre recuerdas más pequeña de lo que es en realidad. Y como llegué tarde (casi siempre llego tarde) me llevé el doble chasco: ni era en la sala principal, tal y como esperaba, ni me daba tiempo a examinar los baños antes de la función… Sí, antes de que empiece, cuando dicen tantas cosas las caras de los que entran y salen al baño, apurados por la hora, por las colas y por la incertidumbre de lo que van a ver.

El caso es que la obra iba de ratas, y eso despertó en mí nuevas energías de investigación. ¿Por qué? Porque si bien los baños de la sala San Juan de la Cruz (la principal) separan a un lado y otro los baños de cada sexo, resulta que en la sala de arriba la división es en altura: las chicas tenemos nuestros baños accesibles desde el propio vestíbulo de la sala… Pero los chicos no. Los chicos tienen que ir abajo… Ir hacia el submundo, como las ratas. Las ratas de la obra.

Una curiosidad macabra nació en mí nada más salir de la sala, observando las puertas que dan acceso a la escalera del baño de los chicos. ¿Hacia dónde van? ¿Adónde bajan los que mean de pie para hacer lo propio? Un cierto código mudo se establece con esa puerta: es la misma que da a oficinas, taquillas, etc. así que sólo la pueden franquear los propios trabajadores del teatro o los hombres que van al baño. Ergo una ley no escrita hace completamente imposible que yo, una chica ajena al teatro -y encima negra, lo cual no ayuda a pasar desapercibida- abra ese picaporte y cruce las puertas blancas hacia la escalera.

A través de los ojos de buey de esas puertas me puse a construir toda una fabulación sobre las posibilidades de esa escalera que baja. Esa escalera por la que yo no puedo bajar. ¿Cuánto habrá que bajar para llegar a los baños? ¿Se podrá adivinar desde allí ese mundo sórdido donde un policía de las ratas descubre en su investigación lo que no debe? ¿Sería por allí, al final de esas misteriosas escaleras, donde se encuentra la cámara acorazada de las subvenciones? ¿Una delegación especial del cuerpo de policía de las ratas protegerá la entrada de esa cámara?

Como en ese policía animal que investigaba aun donde no debía, fue naciendo en mí el deseo casi heroico de abrir la puerta y bajar. Lástima que esa determinación tan literaria tenga poco que ver con mi coraje real para hacer algo tan absurdo como mover un picaporte. Así que me fui acercando cagada de miedo (en sentido figurado, que hablando de baños nunca se sabe…), sospechando que por detrás todas las miradas se centraban en mi gesto prohibido. Continué, y justo cuando alargaba la mano para abrir ¡ZAS! me llevé una hostia de la propia puerta, abierta por un tipo que subía del baño.

Qué oportuno, Vera… En fin, pasado el susto en unas décimas de segundo, aproveché el gesto galante del chico de barba y fular que se había dado cuenta del golpe que me acababa de dar y me dejaba abierta la puerta para que pasara… y me metí hacia las escaleras. Por fin, superando los miedos y los golpes, estaba dentro, feliz y nerviosa como recién salida a escena. Nadie me había visto, nadie venía a echarme de allí. Saqué el móvil y empecé a bajar por aquella escalera, dispuesta a encontrarme cualquier cosa en mi camino. En el primer descansillo, una máquina de agua inutilizada, de esas que se pusieron de moda para las oficinas hace años, hoy vacía y sin vasos en el cilindro vertical. Al girar la cabeza, divisé en el siguiente descansillo mi objetivo: la puerta del baño de chicos.

Me apresuré a bajar antes de que me descubrieran y me asomé por el quicio de la puerta abierta. Un hombre pegado al urinario se giró instantáneamente y me miró con cara de inspector jefe de la policía subterránea, suficiente para que tras una ojeada rapidísima saliera corriendo sobre mis pasos hacia arriba. Las ratas me habían descubierto, había accedido al mundo subterráneo… A mitad de camino me dio tiempo a girarme y echar una foto rápida a ese rincón escondido al que me había asomado. Guardé el móvil y salí pitando de allí, muy digna (eso sí) hacia la calle. Al pasar por delante de la puerta de la sala principal, eché de menos sus baños, cómo no, tan bonitos y accesibles…

La foto urgente

Creo que las escaleras seguían hacia abajo. Creo que al menos la puerta de los baños no era la única. Creo que hay más, mucho más, muchos más huecos que no me dio tiempo a descubrir…

Otra vez será

Vera Yobardé

@verayobarde

(Por cierto, por lo que me dio tiempo a ver, los baños masculinos son de lo más sencillo: dos váteres, un urinario de pared y lavabo con gran espejo. ¿Algún teatrero maschio que lo corrobore o matice?)

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