Amanece pronto con ese sol inoportuno que te obliga a sentir que ya deberías estar empezando algo de provecho a las 7 de la mañana. Ayer se hizo tarde escuchando, en lo que pretendía ser una agradable velada, a otra de esas mujeres coñazo, independientes, con garra, echadas para delante, siempre al límite de la noticia, ya esté en Ucrania, hundida en el Índico, o en la cochambrosa frontera libanesa, empeñadas constantemente en demostrar que aún pueden aportar una verdad estúpida más a la humanidad, la suya. Cuando creías que no iba a aparecer nadie más tonto que un sargento de la guardia civil surgen entonces los periodistas y los politólogos. Preocupados, concienciados al máximo, dando voz a imbéciles que la mayor parte del tiempo estarían mejor callados, guardando sentido luto por todos los muertos ejecutados con la misma empatía que un cerdo devora sin distinción todas las sobras que le ponen delante.
El valle de la Bekaa es quizá, para mí, uno de los paisajes más bonitos del país. Me gustan esos libaneses que ni se molestan en disimular que apenas les importa lo que sucede más allá de sus montañas. A mí tampoco me importa. Por mucho que algunos insistan no me siento responsable de los errores o desgracias de los otros, no me llama la atención su sangre, soy consciente de la cantidad de buitres caritativos que escribe proclamas solidarias o informativas mientras vive gentilmente de las mejores guerras del planeta.
Alain carga la escopeta, se ajusta la gorra de camuflaje verde, los vaqueros gastados se bajan por el peso de su prominente barriga cuidada con los whiskies más selectos, luce chaleco militar por encima del jersey, la piel quemada, la inequívoca cara de un hijo de puta que les ha pasado canutas para sobrevivir. Sus hijos lo imitan, lo adoran, sabe lo que hay que hacer, conoce mejor que nadie esta tierra pobre, yerma, abandonada, agrietada, pelada, un desierto que no tiene nada mejor que ofrecer salvo la huida, el horizonte plano, las montañas de contornos suaves, la neblina de la mañana que desdibuja el azul del cielo, el sol abrasador, las noches frías, los pequeños pueblos cristianos apiñados junto a una cruz, los musulmanes igualmente agarrotados sobre sí mismos, limitando la llegada de la llanura árida a sus puertas. Esperando que la tierra de surcos milenarios resista, sostenga aún unas cuantas mentiras más.
Los caminos no están perfilados en el suelo, los domingos se reservan para disparar al aire a los pájaros, a cualquier cosa que vuele. Es un rito de iniciación, una reunión de hombres pausada y serena, conforme a los nuevos tiempos. Estamos en el 2014, dispararle a los refugiados sirios se consideraría de mal gusto…
Y lo más conmovedor es el silencio. Lo único. Un silencio que se impone a todos los titulares coloridos que se suceden en las páginas de los periódicos, a las dramáticas imágenes de la televisión. Las explosiones, los cohetes, los coches bomba, el tráfico de hachís, el vagar errabundo de los desplazados… todos los detalles que no cuentan, que tan poco pueden explicar, que no son más que la versión machaconamente repetida para un ser humano inepto e infantil que reclama ser distraído, alejado de unas respuestas que no quiere, de unas preguntas que ni siquiera es ya capaz de formular.
Estimada dama, estimado caballero, no me interesa su nombre, ni su procedencia, ni quien dice ser usted…No me interesa lo que vende, ni lo que asegura con firmeza, ni lo que vilmente promete… Observaré la levedad de sus huellas sobre el valle, escucharé el silencio que lo envuelve, y cuando se descubra devorado ya por la vida… Tal vez, solo tal vez, perciba el sonido atronador que marca un solo paso abriéndose a una nueva dirección.