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Mientras tantoDías animales

Días animales


 

 

Andar por Nueva York con españoles tiene su precio. He aprendido el significado del cierzo y de ser maña. Me he comido toda la teoría (bien argumentada) de que Colón era gallego. Los latinoamericanos compartimos con ellos un idioma de intercambio que se maneja con múltiples variaciones en nuestros distintos universos. Como si fuera otro capítulo de Periodistas, en el almuerzo de media semana comparto el castellano con personas cuyo idioma nativo es otro (gallego, vasco o catalán).

 

Una de esas españolas se ha autonominado monarca de las alturas caribeñas de Manhattan y nos guía por las calles que ha conquistado en sus rondas de fines de semana. Gracias a ella llegamos a Margot, el mejor restaurante domicano en el Alto Manhattan. Otro nos cuenta sus aventuras como cartero por los alrededores de Euskadi. Ha escrito un libro para niños que ficcionaliza sus correrías por pueblos donde la gente rogaba que las cartas se amontonasen un poco en Correos antes de llevárselas. Otra española habla con el acento que aprendí hace siglos, caminando de arriba a abajo por la Avenida Finisterre de A Coruña. Unas defienden el legado de la corona de Aragón, otras la abolición de la monarquía, algunas la vida nocturna de Asturias. Mea culpa: a veces nos burlamos de los madrileños. Ya saben de qué pie cojeamos los peruanos así que de vez en cuando nos reímos a mandíbula batiente de nuestro subdesarrollo.

 

Estoy seguro de que si alguna vez los tengo que calificar desde el futuro, estos días tendrán que ser recordados como los Días animales.

 

Así se llama el poemario de la maña que arrastra las zetas (lo que a los latinoamericanos siempre nos llama la atención) y habla francés con perfección. Es una muchacha que extraña a sus padres y habla con intenso amor de su pueblo, cuando nos ha tocado compartir asiento en el tren subterráneo. Almudena es filóloga y es poeta. Sus poemas han sido leídos varias veces en los alrededores de Zaragoza y este año en las calles de Nueva York. El crítico mexicano Oswaldo Zavala la presentaba en la librería McNally del SOHO y ficcionaba sobre cómo leeríamos en algún momento en el futuro a esta poeta tan joven que empezaba a vivir su «período americano». La comparaba con la experiencia que uno tiene al escuchar los versos de Alejandra Pizarnik. Versos que hablan de deseo y de ansiedad, de placer y de temor. No he escuchado a nadie que haya leído con tanta intensidad sus versos en Nueva York. Un presentador de televisión llegó a verla y ya la quiere entrevistar. Un fotógrafo latinoamericano que asistió a una lectura de estudiantes en el Graduate Center ha quedado prendado de la fuerza con que los versos de Almudena tocan a sus oyentes.

 

Gus es narrador. La primera vez supe de él gracias a un correo electrónico multitudinario en el que el director del programa de Doctorado buscaba piso –un colchón o un sofá– para un vasco que acaba de llegar a la ciudad. Estudió publicidad y vivió con torrencialidad en el País Vasco hasta que la vida lo empujó para la India y se fue a ver de qué se trataba eso de vivir lejos de casa. Luego se le antojó estudiar en la ciudad de Boulder en Colorado, donde enmedio de una enfermedad paralizante, con grandes deseos de llevarse el primer premio de El barco de papel, escribió un tremendo relato orientado para pequeños pero que cualquier grande que viva en la ciudad sabrá valorar. Está basada en sus correrías como cartero. Se llama Moradero y ya se publica esta primavera en Euskadi. Gus bromea que cuando el libro venda –porque va a vender– se comprará cadenas de oro alrededor del cuello y más pantalones rojos, a los que nos tiene acostumbrados, con los cuales se paseará por las calles de Manhattan repartiendo galletitas y jurando que toda mujer que se le cruza le echa ojitos.

 

Isabel es de Pontevedra. Dice que su padre y su tío pertenecen a la farándula rockera de Galicia. Escribió un pequeño cuento, el primero, para pertenecer a una revista de animales literarios llamada Los bárbaros. Parece una infanta inocente en busca de abrigo pero cuando tiene que presentar un trabajo se convierte en una teórica salvaje que arregla y desarregla la teoría literaria como si fuera tan maleable como un pudín de calabaza. El semestre anterior defendió una brillante teoría sobre la inteligencia artificial y la enseñanza a partir de un texto de Deleuze, Guattari y una vieja película de Almodóvar. Demás está decir que quienes no le tememos, la amamos.

 

Inés es el cerebro de la organización. Tiene algún talento por las costumbres americanas que proviene de la larga convivencia con un gringo domesticado en Asturias. Sabe organizar y es muy organizada. Los eventos y otros requisitos académicos que necesitan planificación y cierto grado de orden siempre recaen en sus manos. Sabemos el nombre de su pueblo, porque lo repite cada vez que lo ve aparecer en cualquier nota de nuestra vida neoyorquina: Alcoi. Dice que habla catalán pero sólo la hemos oído hablar en perfecto y castizo peninsular. Como toda asturiana y toda maña, ama los zapatos.

 

¿Y quienes somos los otros? Los peruanos: Alexis y yo. Rebeca que viene de Venezuela, se acaba de comprar un cigarrillo electrónico y organiza protestas multitudinarias en Times Square en contra de Nicolás Maduro. También Michael que es de Wisconsin, amante del béisbol y de la traducción, muy sectario. Soplamos juntos las velas de los cumpleaños, compartimos las caminatas y las visitas a los museos, a los restaurantes y a los bares. Participamos en las discusiones que versan sobre teoría, literatura, las metidas de pata de la RAE (la definición de espanglish y la muerte de la y griega) y el futuro de Iberia. Nos comunicamos con los peninsulares en el mismo idioma, en las páginas comunitarias que el cerebro organizador (Inés) nos ha abierto en el Facebook y el WhatsApp. Cada vez que interactuamos, hace ruido un deseo primitivo por entendernos en esta ciudad donde vivimos como extranjeros, en el intenso aprendizaje entre europeos y americanos que disfrutan en esta Newyópolis de nuestros Días animales.

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