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Mientras tantoDos óperas nacidas en abril de 2014

Dos óperas nacidas en abril de 2014


 

Cuando a los de mar nos falta el agua, tenemos que ir a por ella. Tracé un plan para descansar un par de días del libro que escribo en Bilbao, con Emilio Sagi y durante los ensayos de El juez. Los niños perdidos, de Christian Kolonovits, para ir hasta Toulouse (previo paso por Hendaya, a por la consabida dosis marina) a ver Les pigeons d’argile, también ópera de nueva creación, en esta ocasión de Philippe Hurel, con libreto del conocido escritor Tanguy Viel y dirección de escena de Mariame Clément.

 

Toulouse

 

Me hace gracia que, cada vez que un teatro se mete a representar algo con menos de cien o ciento veinte años, se suele deslizar en el programa de mano aquello de que la música es fácil de escuchar e incluso literalmente de que es para toda la familia. Como si Berg fuese vodka mezclado con anticongelante; Puccini, un batido de fresa con sirope; y Verdi, no sé, sidra dulce. ¿Será verdad que le tenemos miedo a lo contemporáneo?

 

Superado el pánico a la partitura, lo más estimulante en este sentido está siendo tener el privilegio de asistir a dos estrenos mundiales en menos de dos semanas, cada uno de ellos de su padre y de su madre. Conviene sentarse con las orejas abiertas y los ojos también, y desempolvar la capacidad de sorprenderse porque, para redondear sendas experiencias, los dos directores de escena se enfrentan por primera vez a un estreno de este tipo.

 

En el caso de Les pigeons… es evidente que pesa el libreto, el lenguaje cinematográfico de Viel, sobre cualquier otra cosa. Con una especie de recitativo bien aliñado se narra un trasunto de la historia de los Hearst, del síndrome de Estocolmo que llevó a la hija de un magnate a fugarse con su captor en un repentino acto de rebeldía antisistema. Una trama potente, una propuesta visual impactante y una música… ¿Para toda la familia? Es difícil de decir. Es difícil saber si las aristas, ángulos y agudos extremos para el sufrido tenor de la partitura de Hurel (en su primera ópera) son fáciles, difíciles o regulares de escuchar, porque no son un Sudoku. Son notas y esto, música. Otrosí: si viene usted a ver Nabucco, mejor quédese viendo Sálvame.

 

A Kolonovits, nuestro compositor de El juez, no se le podrá ni siquiera plantear esa pregunta: baste decir que fue el arreglista del cuarto disco de Boney M (que incluye el hit El Lute). No me etretengo más: creo que de aquí al estreno de El juez no vamos a escuchar hablar demasiado de preocupaciones disonantes y ópera dodecafónica… El personaje de Josep Carreras tiene aquí el peso que le corresponde (la ópera es para él), y un par de melodías que, extraídas del teatro y metidas en una radiofórmula romperían las listas de ventas. No exagero nada: armonías sencillas, cadencias de manual y una orquestación bregada en mil batallas hacen de esta experiencia musical algo que no va llevar a Kolonovits en un unicornio alado hasta el olimpo de la música, pero es agradable, humilde, sincera, interesante y agradecida. Y pegadiza. ¿Algo que objetar?

 

Todo esto debe caber en un foso. Hurel, Viel y Clément han echado el resto a cuatrocientos y pico kilómetros de aquí, en un esfuerzo de condensación teatral la historia sirve para hablar del poder, del dinero, de los movimientos antisistema, de la juventud que nos deja confiados, al menos, en la posibilidad de que sigan surgiendo óperas con cierta regularidad, y con un desasosiego suficiente como para reflexionar sobre lo que se nos ha propuesto. Así, la escenografía es tan realista como la dirección de cantantes/actores y las situaciones, diálogos y soflamas, sacadas de cualquier plaza de este 2014. Todo es así de inmediato. Por el frente bilbaíno, en cambio, una historia de regusto romántico, sostenida sobre una trama-excusa para su trasfondo y pocos (y clarísimos, casi estereotípicos) personajes. Deja aire a la abstracción, a las melodías que detienen la acción y sumen al teatro en la cosa musical, presuntamente operística en toda su pureza. Nada que ver: hay un bueno que es tenor, un malo que es bajo y dos que se enamoran bajo la lluvia. Y uno que muere. Y monjas.

 

La siguiente pregunta que, me imagino, es habitual que se haga el público que se ha atrevido a venir a lo uno o que estará aquí en lo otro, es si algo de esto quedará para la posteridad: conozco a alguien (bueno, a unos cuantos álguienes) que consideran que si en los teatros de ópera apenas se pasa de Traviata es porque todo lo posterior a 1850 es, directamente, basura. Así que se supone que puedo darme con un canto en los dientes porque estos dos estrenos mundiales han venido aquí a nacer, y a morir de inmediato.

 

No creo que sea así, pero aunque lo fuera, tampoco estoy seguro de que debamos considerarlo algo malo: el concepto de aria a la vieja usanza ya ha saltado por los aires; los libretistas, compositores y directores de escena trabajan al alimón con el director musical; el público espera cosas nuevas y la infusión de otras artes en el arte total… Así, sobre todo, si algo se ha colado aquí es la inmediatez. Hablar de los niños perdidos en conventos en una ópera como El juez y del futuro, o no, del anarquismo en Les pigeons es asumir un grado de actualidad que dentro de cien, doscientos o trescientos años sonará a marciano, sin ningún género de duda.

 

No obstante impacta, es sano, bueno, bonito y necesario acercarse a ciertos asuntos y determinados conflictos con esos ojos, aunque solo sea en unas pocas funciones. Es una novedad inusitada, un lujo, podernos permitir escuchar cosas nuevas y comentar las obras sin miedo, sin ese pavor reverencial que da la estolidez del repertorio que todos conocen, admiran y respetan ya. Quizás sea el momento de empezar la revolución definitiva en ópera, el establecimiento de un nuevo sistema de repertorio igual que la producción intensiva de las épocas doradas y que todos, siempre, podamos ver cosas nuevas sin miedo, extrañeza o exotismo en la mirada. Esperemos que, pronto, esto sea lo normal: Sepa a lo que sepa, un brindis por la novedad.

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