Caminando el otro día por la calle, absorto en aleatorias reflexiones, pasé por delante de un banco y no pude dejar de escuchar (ya que casi no soy cotilla) una charla entre dos ancianas mujeres que allí se encontraban sentadas. Una de ellas, mostrando una seguridad que solo la experiencia puede otorgar, le decía a otra con preocupación en la voz:
⎯ No me hables. El rododendro del jardín tendría que empezar a florecer ahora en abril y, sin embargo, lleva echando flores desde noviembre. Se ha vuelto loco con esto del cambio climático…
No sabría decir a qué afirmación podía estar dando réplica esa señora, pero esta simple frase captada de refilón durante un apresurado paseo puso en alerta a mi agazapada (y perezosa) mente analítica, que comenzó a desenmarañar una extraña madeja de ideas de manera inconsciente. “Una terrible verdad se esconde en los pequeños detalles”, recuerdo que teoricé súbitamente. El humo, los violentos acelerones de los coches o sus bocinazos, que me acompañaban en aquella excursión por la ciudad, no me distraían lo suficiente como para evitar que incomodas reflexiones se colasen sin descanso en mi obsesivo hilo meditativo. “El rododendro es solo un pequeño ejemplo, pero está claro que la naturaleza entera se está volviendo loca”, razonaba. Al poco, mi discurso interior ya no tenía freno y me era imposible no verme arrastrado por la argumentación. “Claro, es que el cambio climático no es ningún cuento y no sería raro que les estuviese afectando ya a las plantas y a los animales”. Luego, ya en casa, mi razonamiento encontraba un final casi apocalíptico. “Dudo mucho que el ser humano se pueda librar de las consecuencias”.
Fácilmente puede intuirse que soy algo dado a montar una complicada trama partiendo de un nimio y poco contrastado detalle, así que lo comprobé. Y según el Real Jardín Botánico, las azaleas y los rododendros deberían florecer en la Península Ibérica entre abril y junio, así que, como ya sospechaba, constaté que la mujer del banco tenía razón.
Más tarde, navegando por la red encontré otra interesante curiosidad científica (en la revista Global Change Biology) que otorgó aun más consistencia a mi alocada teoría. Un grupo de científicos asegura que las salamandras de los montes Apalaches, en el este de Estados Unidos, han disminuido de tamaño hasta en un 18% en lo últimos 60 años, y sospechan que el cambio climático es el culpable. Estos abnegados profesionales cogieron un coche y se recorrieron unos 760 kilómetros midiendo a estos pequeños anfibios de la cabeza a la cola a diferentes altitudes dentro de la cordillera, para llegar a la conclusión de que las que más han empequeñecido son las que se encontraban a menor altitud, allí donde se ha registrado un mayor aumento de la temperatura y una mayor disminución en las precipitaciones para ese periodo de tiempo.
Como una cosa lleva a otra y en internet se encuentra casi todo, no me resultó difícil localizar decenas de pequeños datos científicos muy parecidos a este.
Fue entonces cuando me acordé de la entrevista que le hice el año pasado a Bjorn Stevens, director del Instituto Max-Planck de Meteorología alemán y uno de los mayores expertos mundiales en el estudio de los procesos climáticos globales. “El cambio climático no es ninguna invención, es muy real”, me soltó de sopetón nada más empezar nuestra charla. Lo dijo con los ojos muy abiertos y señalando con el dedo al cielo al otro lado de la ventana, como si él mismo se asustase de las devastadoras consecuencias de esa sencilla afirmación. La razón que posteriormente me dio, parecía bastante simple. Básicamente, me explicó que el dióxido de carbono que el hombre produce con sus actividades, sobre todo las industriales, hace que el planeta se caliente. Aunque muy poco a poco, al aumentar la temperatura terrestre también aumenta el vapor de agua que va a la atmósfera, que a su vez es un potente gas productor de efecto invernadero, lo que hace que la espiral térmica siga creciendo sin cesar. Pero lo realmente significativo del cambio climático, me advirtió, es que el ser humano prefiere ignorarlo porque afecta a su vida “de manera imperceptible”, tan solo en pequeños detalles.
Dada una casi enfermiza afición morbosa por la tragedia, no pude dejar de preguntarle a qué dantesco fin se encamina la humanidad si sigue por este camino y (admito que defraudando un poco mis masoquistas alucinaciones) aseguró que, aunque hay una gran discusión sobre cuándo llegaremos al límite de resistencia del planeta y qué cosas van a pasar antes de que el equilibrio se rompa, es difícil medir la magnitud de las catástrofes o predecir lo que va a ocurrir.
Algo en lo que, sin embargo, sí se han puesto de acuerdo los más de 300 científicos que componen el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC por sus siglas en inglés), que desde Yokohama (Japón) han pintado un cuadro de efectos que no desearía imaginar ni la más desequilibrada de las mentes. El pasado 31 de marzo se hizo público el segundo de los tres informes del grupo, este sobre las posibles consecuencias del cambio climático, y en él se contemplan cataclismos tales como subidas del nivel del mar y erosiones costeras, el éxodo de poblaciones, la extinción de especies y la degradación de los ecosistemas, cosechas cada vez más menguantes o problemas en el abastecimiento de agua potable. Se han referido incluso al riesgo de (aun más) conflictos bélicos que se desencadenarían debido a los desplazamientos masivos de comunidades enteras. “Y el mundo, en muchos casos, está poco preparado para los riesgos del cambio climático”, añaden como corolario. No me extraña. Ya solo leer el resumen del informe me dejó el cuerpo como si me hubiese dado un atracón de literatura de catástrofes.
Pero lo preocupante no es que el mundo esté poco preparado, sino que, a tenor de lo expuesto por infinidad de científicos, la gente ni siquiera tiene realmente conciencia de que el cambio climático esté ocurriendo realmente. A pocos parece importarle la creciente ocurrencia demostrada de detalles nimios como el aumento de superficie forestal quemada cada verano, la acidificación de los océanos o la migración del bacalao a latitudes más frías por el progresivo calentamiento de las aguas, por poner diversos ejemplos, pero esas son algunas de las pequeñas pistas que la naturaleza pone a la vista del enorme problema en el que se ha convertido la degradación medioambiental. Y eso que las áreas de conocimiento y el número de publicaciones científicas referidas a este proceso se han multiplicado en los últimos años.
Los expertos del IPCC apremian a los líderes mundiales a que emprendan medidas para adaptarse, y rápido, a unos impactos de los que ya no se libran ni ricos ni pobres de ninguna región del mundo, aunque parecen olvidarse de que son los detalles mundanos, y la manera en que la gente se enfrenta a ellos día a día, los que realmente decantan la balanza hacia uno u otro lado. La frase favorita de uno de mis más queridos maestros adquiere un especial significado en este caso: “Piensa en global y actúa en particular”. Y esa sí que es la verdad que se esconde en los pequeños detalles.