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Mientras tantoEl secreto de Fredo Corleone

El secreto de Fredo Corleone


 

Habrá que plantearse si, a pesar de lo que uno cree, se está realmente bien de salud y de ánimo después de no poder deambular al menos cuatro horas diarias por bosques, colinas y praderas. El mundo de Thoreau parece un estado fronterizo e individual, dirigido a usted y a uno mismo, pero no a los dos porque no puede existir (en teoría, en la práctica es mucho más) la mitad de una sociedad holgazana (“trazando danzas ditirámbicas y saltos báquicos”), por mucho que se rechace a ésta y a la otra. Decía Hawthorne que David, o Henry, David Henry o Henry David, como el mismo al fin se llamó, esa cosa vulgar de los nombres, que según él sólo son auténticos si son apodos (habría que preguntarles lo que piensan de esto esos hombres de la Alcarria que mencionaba el caminante: el Capazorras, el Tamarón, el Quemado, el Chapitel, el Costelero, el Pincha, el Caganidos, el Monafrita, el Cabezón, el Mahoma, el Padre Eterno, el Caldo y Agua, el Caracuesta, el Chil, el Huevo, el Cabrito Ahumado, el Fraysevino, el Insurrecto, el Píoloco, el Mancobolo, el Taconeo. El Futiqui, el Pilatos y hasta el Mierda), renunció “a toda manera regular de ganarse la vida…” y parecía “inclinado a llevar una especie de vida india, una vida india en lo que respecta a los hombres civilizados, una vida india en lo que respecta a la ausencia de todo esfuerzo sistemático por mantenerse”.

 

Thoreau quería caminar y uno también. Pero no puede ir más allá de su habitación que no es sólo su mesa y su silla sino también la superficie de sus recorridos diarios, de sus elecciones personales (o al menos eso se supone), de sus límites morales, educacionales, de sus miedos, de su amor y de sus odios. No quiere uno extenderse por su Yoknapatawpha particular, y comenzar a enlazar frases subordinadas sobre sus propios Snopes, Warner o McCaslin porque sería adentrarse en la Naturaleza. Uno, reduciendo al mínimo el espacio, en su frontera, en Frontera D, a menudo se encamina por esas carreteras estrechas, las más alarmantes según Henry David, de la política, donde hay que tragarse el polvo que levanta el mercader. Pero, citando al autor, ¿quién puede hoy llegar en media hora a alguna porción de la superficie terrestre que no haya pisado pie humano durante un año? Es cierto que ha llegado el tiempo en que el paisaje se ha compartimentado. “Caminar por la superficie de Dios” ya es “un intento de allanar las tierras de unos pocos caballeros”. A uno le ha llegado a disparar (al aire) un guardés que le echó del campo, donde, desde que se tiene recuerdo, recorría los búnkers de la guerra buscando balas, acabando para siempre con su infancia.

 

No se puede tomar en serio a Thoreau (demasiadas cercas, demasiados cepos) pero sí se debería de tenerle siempre, o al menos en los momentos de zozobra, en el pensamiento. Es un truco. Es el secreto que le contaba Fredo Corleone a su sobrino Anthony de rezar un Ave María para que mordiesen los peces el anzuelo. Y funciona. Piensa uno que hay que guardar en un rincón de la memoria (una memoria de cazador como la de Turguénev), o por qué no en algún lugar destacado de ella, el pensamiento salvaje para que le rescate como se rescata a las ciudades gracias a sus “hombres dignos y a los bosques y pantanos que las rodean”; que uno tiene la piel blanca y sensible y las manos sin callosidades pero en su libertad sueña y porfía en broncearse, y a veces hasta planta árboles con sus dedos creyendo que aún todo es posible. Ese secreto son los bosques de ese pensamiento, que se han de preservar para vivir. Para que vivan los poetas y los filósofos y todos los hombres. De esos bosques nacen los libros en esta y todas las noches del mundo, donde los “verdaderamente buenos” son “algo tan natural y tan inesperada e inexplicablemente bello y perfecto como una flor silvestre descubierta en las praderas del Oeste o en las junglas orientales”.

 

El Oeste es para uno un recuerdo de infancia lleno de Colts y Winchesters y caballos y sombreros Stetson, otro nombre de lo salvaje, como dice Thoreau, que es lo que preserva su mundo y lo equilibra; el norte, o uno de ellos, pegado a la tierra, y lejano, que también es una infancia de trepar, de ascender, a los árboles para descubrir nuevos frutos que sin embargo siempre estuvieron allí; y nuevos territorios, así, tan cerca, con sólo arañarse las rodillas en las limpias cortezas. Y no es mirar hacia el Oeste el pasado sino lo bello como canta Ben Jonson: “¡Cuán próximo a lo bueno está lo bello!” Uno leyó ‘Walden’ en su adolescencia gracias a Paul Auster, quién lo mencionaba en su ‘Trilogía de Nueva York’, y quiso caminar hacia “la mejor de las conversaciones, la de las tierras baldías, la de los grandes bosques”, como escribe Faulkner, y hasta soñó con emular al pobre, o tonto, o ingenuo Alexander Supertramp, ese apodo tan verdadero por fantástico de Chris McCandless, el joven que murió en Alaska en mil novecientos noventa y dos de inanición, mientras trataba de devolver a Henry David literalmente, o mejor alocadamente, a la vida, cobrándose al final la suya. Ayer se leyó ‘Caminar’ y han regresado esas sensaciones pero más suaves, no en tropel como entonces igual que aquellos demonios de ‘Ghost’ se llevaban a los malos al infierno, en este caso queriéndoselo llevar a uno a las montañas y a los ríos, lejos de las ciudades. Hoy es una noche de libros en la que uno, por desgracia (demasiadas cercas, demasiados cepos) no puede estar (tampoco en un concierto para el que tenía invitación, ni en el evento de otra revista, ni siquiera viendo al Madrid), pero, mientras escribe, se imagina escapándose con ustedes de la Academia Welton, caminando en la oscuridad y alumbrando con linternas los bosques de Nueva Inglaterra para leernos como poetas muertos, leer a Whitman y a Thoreau, al abrigo de una cueva.

 

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