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Halitosis

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

En un restaurante un tipo bien orondo necesita una silla segura; recia. La razón: si no se rompe, justificará sus viandas que para nada se acercarán a lo que el dietista le aconsejó semanas atrás a precios vomitivos. Porque la bulimia se genera, más que nada, al pagar de más. Por eso, los problemas de muchas personas debemos tragárnoslos los demás. Y en esta metáfora perfecta –por lo de tragármelo– tuve que padecer lo que no está escrito para terminar mi sesión con Paola, una portuguesa que trabaja en el Banco Mundial –en Camboya, para continuar con mi padecimiento, nunca te apareas con charcuteras o autodidactas, sino con gente que cree que está salvando al mundo cuando lo que realmente hacen es salvarse a ellos mismos– y a la que le gustaba morrear hasta límites insospechados. Y claro, cuando pagas exiges. Que ella, a sabiendas de su problema agudo de aliento, se aprovechó del acuerdo monetario en donde yo, literalmente, estaba vendido. Es como Marta, una colombiana de Cartagena de Indias que ejercía la prostitución en la calle Atocha 45 de Madrid, y que una madrugada de finales de los noventa en donde yo me presenté puesto hasta las cejas, le exigí una felación y ella, conteniéndose las arcadas, me dijo algo que no se me olvidara en la vida: “Acaba de irse un gordo de 200 kilos que olía a orina retenida de años”. La perdoné la vida; cosa que no hizo una Paola, que para morrear poco, usaba su lengua como si fuera un tornado en plena fase de destrucción masiva. Cada vez que tomaba aire del exterior, como los nadadores de estilo crol, me justificaba su problema de una manera tan lejana de la realidad que me daba hasta pena: “Es que a veces sufro problemas gástricos; de digestión”. Y de nuevo enchufaba la lengua. Que yo hubo un momento en el que me coloqué un reloj imaginario en mi cabeza en donde, a modo de cuenta atrás, iba descontando las horas para dejar ese suplicio. Al menos no le olían los pies.

 

Intenté detener lo que ya me imaginaba que iba a acabar en vómito cuando caí en la cuenta de que Paola poseía una casa vetusta pero gigante; colonial –como nos gusta gastarla a los primermundistas en este tipo de países–, en donde podría dar rienda suelta a una de mis mayores aficiones: la cocina.

 

¿Has cenado?

 

¿A qué viene esa pregunta?

 

Prometo quedarme toda la noche si me dejas que te prepare algo. ¿Puedo ver qué tienes en el frigorífico?

 

En el frigorífico, la clásica basura que una occidental que se levanta 8.000 dólares al mes conserva. Porque claro: ¿quién cojones quiere hacer de cocinillas si con esos sueldos lo que dan ganas es de disponer de cocinero, chofer y jardinero? En el caso de Paola, evidentemente, hasta de puto.

 

Oye, puedo ver la despensa. Que con tres zanahorias y catorce yogures desnatados sabor arándanos poco podré hacer.

 

Y en la despensa la salvación: cayena en rama, pimentón picante, ajo molido en sobres y todo tipo de especias susceptibles de actuar como el Oraldine, que habérselo dado directamente –la muy cabrona tenía un bote de litro en su baño casi sin empezar– podría haber sido tomado como una humillación por mi parte.

 

¿Qué quieres cocinar? Te advierto que no tengo casi nada.

 

Menú gastronómico: arroz meloso de verduras con un toque alevoso de picante y yogur de frutas del bosque pimentonado.

 

Mientras cocinaba me buscaba la boca, como esos adolescentes que salen a la calle deseando partirse los labios con el primero que se les cruza. Pero Paola sólo morreaba, que ojalá se hubiera molestado en arañarme los pómulos, en magullarme la frente, en patearme la espinilla. Pero nada de nada. Paola conocía su problema y sabía que pagando morrearía hasta que nuestras glándulas salivales acabaran inutilizadas. Soñé con un terremoto de 8 grados en la Escala de Richter. Pero nada. Mi desgracia no iba a ser un movimiento sísmico, sino la pérdida absoluta de mi aliento original. Paola, sin saberlo, era una donante de halitosis, con todo lo extraño que esa acción pueda acarrear. Creo que hasta simulé desmayarme.

 

¿Qué te pasa? ¿Por qué no me besas?

 

Se me está pegando el arroz y ya no siento la mandíbula inferior. Me temo que se me ha desencajado. Creo que no puedo vocalizar bien. Incluso me cuesta respirar.

 

Y en esas, vuelta a las andadas: “Qué gracioso eres Aspersor”. Y cuarto de litro de saliva hacia mi boca, que como la ría del Ferrol en tan fatídicas fechas, quedó inutilizada de un chapapote que no por blanco fue tomado por inocente. La cena, sinuosa, con más picante en el arroz que farlopa en un fardo.

 

Pica mucho Aspersor. Pasaremos una mala noche por culpa de la digestión.

 

Y entonces recordé que su problema bucal se producía, justo por eso: por una mala digestión; y que me tenía que quedar a dormir tras un trato, bastante mal trato, por proceder de primeras, en donde, podríamos decir, yo iba a llevar casi todas las de perder. De hecho aún ni la había horadado, hecho clave, en teoría, para culminar un acuerdo que hasta ese momento sólo era salival y que además, debía cobrar. Y mira tú por dónde que la penetración, manteniendo una distancia prudencial con una boca que ya casi era mía, me hizo comprender que Paola era mucha más maja que una prima-hermana que tengo en Basauri; una que no salió del pueblo y hoy, incluso sin haber viajado, posee tan buen aliento a la vez de tanta anchura corporal que no la besan ni los dentistas pagados con sobres gruesos por debajo de la mesa. Querría estar en su entierro: estiércol prematuro por la insidia de una sociedad que prefiere comer mierda pagando que probar lo que aparenta pobreza. Mi pobre prima, Felisa, de aliento perfecto. Si no hubiera sido mi prima hermana… en esta sociedad tan familiar que escatimas a lo de siempre para empotrarte con lo que ni conocías: otra Felisa de Basauri que como no es familiar ni la conociste en un bautizo te la follas sin mediar palabra. Porque esa es la esencia de la vida: no enamorarte de tu familiar más cercano, como hace Vargas Llosa, o hacerte puto y no prestar atención a nadie que no venga con el dinero por delante. Felisa empeoró, la verdad; pero incluso a los cuarenta seguía poseyendo ese tipo de morbo que sólo los que hemos disfrutado a las primas durante la infancia conocemos. Y el aliento, fetén.

 

Luego nos levantamos, con Paola lavándose los dientes y yo pidiéndole la cuenta, como esos españoles, normalmente sureños, que a la carrera corren hasta la barra de donde sea dispuestos a arruinarse por pagar los primeros: qué ridiculez tan ibérica. En mi caso yo era el que cobraba: que quede claro. Pero aunque le oliera la boca a flúor yo ya quería marcharme. Y ella amagó; como los juicios que se extienden sin más sentido que el sueldo de los abogados o los perros que declinan una esquina para acercarse a la siguiente a levantar la pata.

 

¿No te quieres quedar a desayunar?

 

No… qué va… tengo una reunión.

 

¿Los putos tienen reuniones?

 

Las tienen los terroristas como para no tenerlas nosotros.

 

Y marché. Directamente al supermercado de la esquina donde me hice con un bote familiar de Oraldine clásico –nada de sabor a frutas o a menta: el auténtico; que de fuerte que es parece como si te arrancara el paladar de cuajo– con el que fui enjuagándome la boca de camino a casa. Parecía un poco la niña del Exorcista: echando las gárgaras por cualquier esquina en donde rezaba que fueran incluidas las babas de una Paola imperturbable al desaliento. Una de las veces que me enjuagaba con agua mineral tras el violento paso del antiséptico por mi boca recibí el saludo de un guardia de tráfico y la mirada de asco de una extranjera, rubia, que se había percatado de que me estaba haciendo enjuagues bucales en plena calle. Miré a los dos sonriendo. Camboya, no es el paraíso del orden. Y prometo que en ese trío de miradas sobraba la de la rubia, que por ordenada descubrí que acabaría de llegar a este lodazal de Asia. Como tantos y tantos otros, que quieren cambiar el mundo y al final acaban llamándome para echar un polvo a 50 dólares. Que espérate que en un par de meses no me llame esa rubia.  

 

 

Joaquín Campos, 27/04/14, Phnom Penh.

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