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Mientras tantoMortier el simpático

Mortier el simpático


 

Cuando el cargo que blande el autor del texto es el de abonado a un teatro, conviene echarse a temblar, me dije.

 

Acababa de volver de Madrid enfrascado en la lectura de Dramaturgia de una pasión, un escueto y sosegado bocado de reflexiones vertidas por Gérard Mortier sobre su trabajo, coincidiendo con su llegada al Teatro Real de Madrid, editado por Akal en 2010.

 

Ya desde que Mortier falleció hace un par de meses su figura empezó a interesarme más en serio, en la medida en que aprendí todo lo que de él tenían que decir colaboradores, colegas o compañeros. Desde entonces, también he tenido ocasión de saber lo que opina alguna gente del mundillo de él sin luz ni taquígrafos de por medio (y lo que algunos le han podido llegar a odiar). Si tienen razones o no, no lo sé. No es el caso ahora.

 

Dramaturgia se encuentra varios pasos por encima de unas memorias y tremendamente alejado de lo que o bien Mortier proyectaba desde su púlpito madrileño o bien los medios eran capaces de recoger. Se esboza una reflexión profundísima, interesantísima y que desde luego era pionera en España en lo que a dirección artística se refería. Si era acertada o si estaba bien ejecutada es harina de otro costal, pero existir, existía.

 

Probablemente su aterrizaje en Madrid se debiese a cualquier otra razón que no fuera este perfil, esta forma de hacer y de entender, pero lo aprendido con él, y lo que se podía sacar, es insoslayable. Así que, aunque Mortier llegase a nuestras vidas de casualidad, bienvenido sea.

 

Nada más llegar de Madrid, y de este libro, me esperaban unas cuantas lecturas aparecidas en prensa a lo largo del mes anterior. Como digo, al llegar a aquella página 16 del ABC del sábado 12 de abril de 2014, de la sección de opinión, vi la firma: «Alfonso Ballestero es abonado del Teatro Real».

 

El artículo, que se titula Los «pasivos» de Gérard Mortier, comienza con un párrafo de cortesía antes de lanzarse en tromba sobre los que hablan de los años de Mortier en el Real, que se apoyan y se resumen, en esencia, en estas dos sentencias:

 

El inconveniente está en que en el caso del Sr. Mortier sus preferencias lo llevaban a despreciar todo lo que no coincidiera con ellas. Fui testigo de una conversación privada en la que Mortier calificaba de gran éxito la discutida representación de «Ainadamar» (2012) y calificaba literalmente de «basura» el «Simón Bocanegra» (2010), cuando esta última supuso que Plácido Domingo tuviera que salir al balcón exterior del teatro para agradecer los aplausos del público enfervorizado que había visto la representación en una pantalla gigante en la plaza de Oriente.

[…]

En definitiva, pienso que los aficionados hemos tenido una prioridad nula en las preocupaciones del Sr. Mortier. Su objetivo fundamental ha sido dar satisfacción a sus preferencias personales, y a poder ser generando controversia mediática, sin que le afectara en absoluto el distanciamiento del aficionado de a pie, el cual, comprensiblemente, le ha premiado con la abstención, y en algunos casos con los abucheos más sonoros que se han oído en el Real desde su reapertura hace tres lustros («Don Giovanni», 2013).

 

Se trasluce de estas palabras, y de todas las demás, que en realidad no estamos hablando de ópera, de arte o de aquello que Mortier intentaba plasmar en su libro: hablamos de si era un borde desagradable o no, de si era un imbécil o un genio. Solo algunos, como él, tienen ese pequeño superpoder de que con sus actos la gente se sienta herida, que es lo que le ocurre a Ballestero: no hay una sola palabra sobre la propuesta dramatúrgica (solo sobre su recepción), abundan las suposiciones y la espoleta, en fin, que viene a detonar las iras del «aficionado de a pie» (especie esta que abunda en todos los teatros, pero de la cual aún no se ha logrado capturar o estudiar ningún ejemplar) es que Mortier dijo que Simon Boccanegra es una mierda en una ocasión. Vale.

 

Sin estar necesariamente de acuerdo con lo que Mortier plantea en su libro, con lo que hubo ocasión de ver en el Real durante su mandato o con sus gustos personales, esta carta lleva a plantearse muy en serio si nuestro carácter marcará nuestro peso en la Historia. Quiero decir, imaginemos que a Rossini se le hubiese sacado a patadas del repertorio por apuntar que no aguantaba Parsifal; propongamos que Monteverdi, Verdi, Schönberg o Strauss hubiesen sido condenados al ostracismo por haberse enfrentado con su carnicero, con el revisor del tren o por no haber ayudado a una viejecita a cruzar la calle.

 

La idea de que Mortier no era buen director artístico porque no se preocupaba por el público es (aparte de falsa) irrelevante, carente de sentido: ¿era Wagner míster simpatía, y por ello se le recuerda? Lo dudo. Pero en los teatros españoles se ha desarrollado una preocupación por las intenciones ajenas, un amor propio sensible y mullido y, sobre todo, un sentido de la propiedad (solo equiparable al caso del fútbol) que han terminado por convertir a cierto aficionado operístico en esto, en alguien que escribe una carta al ABC para quejarse de que Mortier no les hacía caso y/o de que dijo que Simon Boccanegra le parecía una basura. De que no era simpático o amable, como Matabosch.

 

Sea como fuere, la amabilidad no es un rasgo artístico. Pero eso es algo que nunca nos han explicado. Es un manto, el de las pasiones y sensibilidades, que por desgracia opaca y esconde demasiados mundos que nos estamos perdiendo: si entonces fue una sospecha, hoy es una certeza que este, sin duda, fue (y es) el caso de Gérard Mortier.

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